Thursday, June 28, 2007

Impotencia es cuando te untas de mierda las manos y no hay un lavabo cerca

Yo soy el que rasguña la línea tenue de la casualidad. Nunca sospeché el cálido soplo del viento de lo imposible que se me insinuaba indiferente y me sacudía el cabello confuso. Tú ahora estarás haciéndote una buena cantidad de preguntas estólidas llenas de pasado y angustia. Yo estoy igual y por eso me siento a escribir estas líneas que aunque inútiles (como siempre), en este preciso instante en que el día ha caído derrotado en su batalla de jornadas insípidas y la noche se proclama ya con sus borrachos y sus crímenes; parecen ser esa minúscula escapatoria a cualquier otro lugar, a ese recodo de alacranes y sol en la cara que devora la piel y los sentidos; a ese cuadrante perfecto, tan nuestro que no lo comprendimos y se tornó ajeno más rápidamente que una mirada furtiva, distraída. Últimamente todo se me da de un modo con tintes de irrealidad. Dudo de tu existencia, pero alguna parte de tu sonrisa y de las montañas duras y precisas tras tu cuerpo se me ha quedado en la memoria. El olvido es un arma implacable y no quiero que el pasar de los días con sus horas de sistema nervioso voluntariamente alterado falsee las pocas imágenes que guardo de ti. He recorrido la ciudad, especialmente aquellos lugares en los que pienso sería fácil hallarte, pero en mi cacería de mariposas sólo me han quedado fantasmas entre los dedos. Tuvimos poco tiempo pero alcanzaste a advertir que detesto las despedidas por su aire melancólico a felicitación de cumpleaños hipócrita y porque detesto crear esa sensación de vacío en el momento en que es menos necesario. Soy tan ingenuo que no logro comprender la estrella que guía mi camino ni leo en los ojos de fuego de los locos profecías que no serán divulgadas. Una despedida es un abandono y eso precisamente era lo que se oponía a ti; era lo más lejano al reflejo de ti que me llenó en el largo día que estaba llamado a ser regentado por el tedio y donde las posibilidades de que una parte de mi enloqueciera iban ganando las apuestas. Hace poco cerré el libro de Jack London del que te estuve hablando ese día. Ya ves que en estos días no he podido leer y mis noches han estado empapadas de una dipsomanía descontrolada y confortable. Jack London se suicidó porque sentía que algo en su cabeza no estaba del todo bien. Seguramente algún epíteto de Swinburne le susurró a su imaginación atribulada que sumergirse en esa laguna estancada de la muerte liquidaría para siempre sus conflictos internos. Así le sucedió a Martin Eden, uno de sus personajes, que muy seguramente era una radiografía deformada de él mismo (oh!, qué lugar común tan detestable…una radiografía). Alguna vez London perdió sus dientes frontales en una excursión en busca de oro en los días de la fiebre, en algún lugar de la zona del klondike. Pero no se por qué te cuento estas cosas. Nunca me mataría porque siempre estoy a la espera de algo que no me han prometido (aunque detestaría perder mis dientes amarillos de fumador). Tal vez porque eres de esas pocas personas con las que he podido hablar de cuanto se me ocurra sin ponerme ningún freno… mental o moral o de clase alguna. O tal vez es porque intuyo en algún nivel que algo en mi no está del todo bien.

…--me cansé de escribir por hoy y quizá mañana ya no me guste esto y lo deje sin terminar; sin embargo la historia vive en mi cabeza señorita C. y tal vez en sueños te la pueda contar mejor. Me gustaría poder escribir páginas y páginas sin detenerme pero al igual que en todo el tedio me consume. Ya tú lo decías: la pereza es la madre de todos los vicios. Algún día quizá…---…


Algo no está bien, lo sé porque siento que dejamos que una jauría de perros devorara el cadáver fetal de una ilusión. Antes creía tener buena memoria pero la he ido perdiendo a medida que descubro que el pasado no es diferente a una mentira. Es algo que sólo podemos alcanzar con nuestra imaginación fatigada de nubes densas y pesadas y zapatos untados de mierda de perro fresca. Ayer, en un momento preciso de una tarde necia (como todas cuando hace calor), percibí en ese brillo inexpugnable que tienen las ventanas de los buses el nacimiento de un hada que sin maldad zumbó con rapidez sus diminutas alas y se alejó sin remordimientos de mi melancolía sucia y pegajosa. Y pensé qué sería de ti… probablemente perdiendo tu cuerpo en medio de ejercicios de viento y remedos de plegarias; hundiéndote sin remedio en mi nada con tu modesta indiferencia. Ya no me es dado adivinar figuras etéreas cuando pateo montoncitos de tierra en la calle, me rodea el ruido frenético de los pasos y la gente y los problemas y siento que los dioses no dejan de defecarme encima. Tú no parabas de afirmar mi fatalismo pero me divertía marcar tu silueta al sol con mis dedos para que cualquier ave distraída se estrellara con tu recuerdo de fuego y compartiéramos la desdicha y el humo en los pulmones. Todo esto que escribo no tiene sentido, ya ves, es palabrería barata. Sin embargo de cierta manera nos salva del tedio del desencuentro, debemos seguir así mientras el agua hierve para el café y el arroz sigue creciendo en las ollas. Alguna vez la tierra nos recordará con la misma firmeza con que se recuerdan las líneas que cruzan los dedos de los pies. Estamos perdidos. Yo lo supe desde que aparentabas venir hacia mi desprevenida pero tu rostro parecía un pozo negro y profundo de desolación; el aire ya estaba enrarecido y de alguna manera sabías que presenciábamos la muerte de un momento, nuestra pequeña y fría lagartija estaba siendo pisoteada sin clemencia por el eco sordo de un minuto. Las hormigas de la frustración me daban vueltas en la cabeza y se escapaban sin control como una bocanada dolorosa. Pero no dije una palabra, el tiempo siempre me hace esas pasadas. Me gustaría decir: hoy por la mañana morí, luego salí a dar un paseo y me vomitó un pájaro enfermo justo antes de mi cuarta fiesta de cumpleaños. Odio la solución de continuidad y por eso mismo no estoy muy a gusto con la realidad estricta, severa e inapelable. He tratado de escaparme pero los duendes son gente solitaria y huraña y las nubes huyen al ritmo del viento calido y seductor.

-… me harté de escribir nuevamente porque no estoy muy seguro de a dónde voy con todo esto. A mi manera de ver es una narración epistolaria que se fatiga de insomnio en su afán de ser cuento. Hace poco divisé en el cielo “la cruz del sur” y no me pareció la gran cosa. Bonito juego de estrellas y nada más. Volví por no sé qué vez a las narraciones de Borges. El estilo enciclopédico y docto me encanta porque tengo la seguridad de que nunca escribiré así. Mientras más leo a Borges más me alejo de terminar este remedo de narración. Y como terminé la nota anterior cierro esta: algún día, quizá…-

Saturday, June 16, 2007

No sirvo para nada

(de la serie de relatos "me fumo un porro para que no me duela")
Las horas pasaban lentas y estorbaban igual que un cadáver de cucaracha bajo la cama. El pronóstico de la tristeza jamás fallaba y se proyectaba en las nubes grises e informes del horizonte que arremetían contra las ventanas en una llovizna tenue, fría y fastidiosa. Silvia se alejaba, lo que me hacía un poco más amigo de esa botella de vino barato. Me acosaba la angustia de no poder concluir nada, ese beso imposible era la síntesis de la inutilidad de una vida; cada palabra pronunciada escondía la certeza de un suicidio silencioso y lejano. Por las noches me embriagaba esperando que al final de cada botella estuviera la solución, como si cada trago me fuera a sugerir la respuesta de algo que no me preguntaba pero que yacía ahí dentro, dormido como una rana muerta estripada en el pavimento del alma. A veces era la llamada a Adriana en la madrugada cuando mi voz era ininteligible, pero ella se había quedado atrás (o adelante¿?), con su trabajo y sus bares de precios inalcanzables. A veces venía a rescatarme en el filo de la noche, invitándome a un café con sus ojos de extraña, como cumpliendo un compromiso que ya casi no la obligaba. Me sentía vacío y culpé mil veces a la ciudad que no tenía más que ofrecerme, sólo licores baratos y amaneceres en un parque rodeado de gamines y drogadictos, gente que no era muy diferente a mí. Pero cualquier lugar del mundo hubiése dado igual, la impotencia estaba tan pegada a mí y era tan enferma como mi hígado maltratado por las interminables batallas de la noche. Pensé en ir a parís o a alguna ciudad extraña y lejana donde pudiera echarme a morir tranquilo y le devolvieran el cadáver a mis padres como si se tratara de cualquier otra encomienda vía Fed-ex. Un bojote exánime envuelto en una bolsa negra culminando aquella historia que nunca debió haber sido escrita. Los dioses son tan crueles. Cuando Silvia me conoció yo ya era así y por eso siempre callaba sus reproches. Yo la quería y a ella eso le bastaba, pero le enfermaba mi elección autodestructiva que no conducía a ninguna esquina diferente. Amargas son las realidades y la felicidad es una entelequia casi igual al dinero. Todos me llamaban rebelde pero es imposible ser rebelde si no intentas destruir nada, si no te aferras a algo concreto. A mi no me interesaba nada en absoluto y si actuaba así daba lo mismo que mear en un orinal de tienda pobre. Terminé una carrera y cuando salí de la ceremonia de grado lúgubre como un velorio o un tamal frío, le obsequié el pedazo de cartón amarillo y lujoso a un vagabundo que siempre andaba ebrio en las palmas y no hacía otra cosa en la vida que mendigar alcohol con sus ojos vidriosos de persona muerta. –toma- le dije, -tal vez tu puedas desempeñarte en esto mejor que yo-. Le serví un trago de aguardiente en su vaso nauseabundo y se alejó dando tumbos por la acera, mirando a quién podría darle el próximo sablazo. Así que decidí ir a Bogotá unos meses, por la misma razón que hubiése ido a las vegas o a puerto wilches. Cuando llegué me embargó la sensación tranquilizadora de la indiferencia. No era más que un trozo de mierda en medio de una diarrea imparable. Allá estuve algún tiempo sin encontrar nada porque no sabía exactamente qué era lo que andaba buscando. Aún no lo se. Me hospedé donde me iban recibiendo entre familiares, viejos amigos y nuevos conocidos. Me gustaba el frío, los lugares sórdidos y el cine barato y rebuscado. Cuando mis padres dejaron de enviarme dinero regresé derrotado aunque de antemano sabía que no iba buscando ninguna clase de triunfo. Duré varias semanas tumbado en la cama como un enfermo terminal. Llené la mesa de noche de una pila de libros que no fui capáz de terminar. Cada párrafo era Silvia o Adriana o el lejano cuello de Sandra sentada en la silla de enfrente en clase de francés. Yo siempre quise sorprenderla con un mordisco de vampiro moribundo y desesperado sentado en una campana al borde del amanecer; pero como siempre mis proyectos no dejaban de ser ensueños de borracho irredimible. Cuando me lancé a la calle de nuevo todos parecían muy felices de verme y alcancé a sentir en el fondo algo parecido a la alegría, como un gargajo que sube de los pulmones a la garganta pero que se niega tercamente a salir. La soledad siguió siendo la misma y nadie parecía notar la angustia en mis ojos envejecidos; tampoco me atrevía yo a hablar con nadie de ello. Siempre me había preciado de ser un tipo duro de espíritu y de semblante feliz. Silvia volvió como se tiene que volver al baño; una necesidad no es algo que desees hacer, es algo que estás obligado a hacer. Volvimos a los mismos bares y a los mismos amigos y a las noches inundadas de alcohol que parecían no tener final. Ahora eso me parece ya tan lejano; Silvia se fue con sus labios y sus caderas y su olor y yo sigo callándome las preguntas.
De algo estaba seguro y era que no quería una vida de trabajo de 10 horas diarias después de los cincuenta, prefería morir con frío en una alcantarilla o abrazado a una puta asesina que me clavara un puñal en la espalda para birlarme los miserables veinte mil pesos que cargaba en la billetera con olor a culo. Algunos amigos tuvieron hijos siendo jóvenes y eso les cambió la vida. Yo no entendía muy bien cómo un feto recién alumbrado era capaz de despojar a una persona de egoismo. El milagro de la vida parecía algo traído de los cabellos y resultaba fantástico y asombroso. A mí me importó un prepucio de caballo y aunque me enternecía jugar con los pequeños me percaté que no podía pasar junto a ellos más de dos horas. Prefería observar con morbo indecente como un enfermo violador cuando eran alimentados por sus madres jóvenes y rozagantes, con ese brillo y alegría de madre neófita que no advierte la serpiente venenosa que le viene subiendo pierna arriba. Ellos se quedaron en algo parecido al recuerdo. A veces me los encontraba y nos tomabamos unas cervezas o nos sentábamos a fumar, y ya se notaba el cambio operado; la diferencia entre su rostro de futuro por costruir y mis ropas andrajosas de desesperanza, olvido y pasado estancado. Dejé de verme con Silvia tan seguido. Nunca la había llamado pero nuestros encuentros en la calle eran tan frecuentes como casuales; tenían un ligero aire a Oliveira y la Maga; claro está, con la diferencia de que vivíamos en una ciudad pequeña y caliente donde gente como nosotros estaba obligada a hacer siempre lo mismo. Los atardeceres eran tan hermosos como inútiles, y la vida se disolvía en esos tintes naranjas y púrpuras. Me molestaba la rutina aunque dentro de ese esquema informe las fronteras de la rutina nunca estuvieron muy bien definidas. Con mis padres no me veía sino para almorzar los domingos, porque me despertaba muy tarde, cuando ellos estaban trabajando y luego salía y no regresaba hasta mucho después de que se hubieran dormido. A mi hermana la ciudaban como un buda de oro para que no se tropezara en el camino y se rompiera como una porcelana frágil. Ellos no sabían qué había pasado conmigo y no dejaban de sentirse culpables. Se esforzaban inútilmente por moldearla según lo estbalecido, sin darse cuenta que cuando la voluntad es inquieta puede romper los barrotes más fuertes. Un pájaro vuela por instinto al igual que un perro sodomiza a cualquier perro sin vergüenza alguna. Llegó ese punto triste en que los ojos no brillan sino son simplemente la expresión sombría de una disculpa que los labios no anhelan pronunciar. Silvia andaba muy inquieta y yo la comprendía en silencio. Decidí refugiarme en casa algunas semanas para que ella encontrara lo que estaba buscando y se olvidase de mi vida de tufo y guayabo. Nunca fuimos muy buenos diciéndonos las cosas y por eso era mejor que todo pasara así como la tierra gira gorda y perezosa, o como un anciano lee los obituarios del periódico y se inquieta porque presiente la muerte cercana. Algún tiempo después la vi de la mano con un tipejo gordo y pulcramente vestido. Nuestras miradas se cruzaron con la indiferencia del conductor de bus que devuelve unas monedas al pasajero. Era mejor así, ahora estaba nuevamente solo y más perdido que nunca. Cuando te acostumbras a una persona y te deja se siente como debe sentirse que te extirpen un pulmón o te amputen un testículo sin anestesia. Como no tenía idea alguna de lo que debía hacer, frecuenté bares en los que hubieran toques y descargaba mi energía repartiendo patadas impunemente a los que se me atravesaran en el camino. También recibía muchos golpes certeros. Al final de esas noches solía hallarme un amanecer estúpido en medio de una melancolía pálida y cansada. Traté de volver a los amigos pero por alguna razón que no logro explicarme resultó imposible. Pensé en regresar a clases de francés y propinarle al cuello de Sandra un mordisco certero pero las fuerzas no me asistieron. Je ne peux faire rien maintenant. Traté de volver a los libros también pero ahora más que nunca se me hacían una asfixia inexpugnable de Silvia; Adriana ya había saldado su deuda moral y no se sentía atada a compromiso alguno. Pasaba días encerrado llorando como una loca descontrolada y rascándome las pelotas sucias y arrugadas. Eso se me hace ya un poco viejo y anacrónico. Aún sigo siendo el mismo pero ahora volví a esa búsqueda inútil, soy tan pusilánime que aún confío encontrar algún tipo de respuesta. Ahora estoy de nuevo ahí afuera, tratando de encontrar unos ojos. Tus ojos.


Friday, June 01, 2007

Reflexiones sobre un pueblo horrible vol 1

Odio el calor casi como la vida misma. En esta ciudad hace un calor insufrible, huele a azufre y se ven llamas ondeando en el cielo. Esto debe ser el infierno. Cuando menos una sucursal muy bien montada. Existe una avenida enorme de 10 carriles que reposa como un saco inútil bajo el sol y atraviesa la ciudad como un pene de negro. Da la impresión de que las suelas de los zapatos van a derretirse de un momento a otro y que uno puede llegar a sudar su propia mierda. No hay edificios de más de cinco pisos cuando con este clima la regla debería ser habitar rascacielos y eso del piso treinta hacia arriba. La gente sale de su casa a tomar el sol en mecedoras lo que les da un aire de caballos estúpidos. En el muelle, junto a un río magdalena donde muy seguramente flota el cólera, la malaria o cuando menos el dengue; unas negras sudorosas sirven pescado freído en una manteca reusada, densa y obtusa. El calor es tan extremo que me provoca meter la verga en hielo. Para llegar a este lugar hay que recorrer dos horas por una carretera pobre en señalización y rica en depresiones, huecos, y resaltos inadvertibles. No llevo ni veinticuatro horas acá y si tuviera un revolver a la mano ya me hubiera volado la mitad de la cabeza. Decido que lo más sensato es largarme cuanto antes. Llego a una oficina de copetrán ubicada en lo que aparenta ser el centro de la ciudad y hay una perspectiva interesante de una iglesia decrèpita, una plaza de mercado hedionda, y un kiosko que no es otra cosa que una mazmorra de hojalata improvisada contra la pared de una esquina donde un par de indeseables beben cerveza. Dentro hay aire acondicionado y me siento como debe sentirse viajar en una cápsula del tiempo. Quiero salir y tomar una cuantas fotos pero los subnormales que rodean el lugar tienen cara de ladrones en potencia, y no quisiera perder mi cámara y tal vez la vida por un par de imágenes que a la larga me resultarán pésimas. Negocio el pasaje un poco más barato y me embuto en el bus donde descubro que hay algún lío con mi asiento y no reclina. No me asombra porque siempre que viajo suelen sucederme desgracias insignificantes e incómodas. El bus arranca con su estrépito de caballos de fuerza y aún oigo la voz en mi cabeza que dice: ¡no quiero estar un minuto más acá! ¡no quiero estar un minuto más acá!.