Friday, March 31, 2006

PASAJE DE VUELTA A TRANSILVANIA

Hace algún tiempo escribí un cuento más o menos bien recibido por familiares y amigos. Se titulaba Vlad el empalador. Versaba este escrito sobre un monarca europeo del medioevo que a lo largo de los siglos ha sido satanizado y vampirizado por escritores y cineastas, algunos de ellos de gran reconocimiento mundial. Mi cuento era un poco más modesto, no pretendía hacer de Vlad un monstruo sobrenatural, sino mostrar de una manera diferente su oscura y errática conducta; y de alguna manera tocar los límites de la morbosa depravación de un ser humano, a la luz de un rey que a decir verdad, no conquisto la gloria y la eternidad que otros homólogos suyos llegaron a lograr.

Unos días atrás, una prima residente en Bogotá me envió por correo certificado un libro de cuentos latinoamericanos (editorial alfaguara, 1984), y una nota señalándome que mirara el cuento que se hallaba impreso en la página 47, junto con los nunca ausentes deseos de salud y felicidad para mi y para la familia. Extrañamente no le di importancia y deje el libro en turno para lectura sobre mi escritorio, después de un libro de cuentos de Jack London, y del paraíso perdido de Milton. Salí al trabajo como todos los días y no regresé sino hasta después de las ocho, totalmente agotado. Cuando llegue a casa lo primero que hice fue encender el estereo y poner algo de música relajante a un volumen más alto de lo que usualmente me permitía. Fui a la cocina y me serví un trago doble de whisky con poco hielo. Me senté en el sofá y al safar los botones de mi camisa note que en el bolsillo tenía un papel doblado. Era la carta de mi prima que en medio del afán por no llegar tarde al trabajo había terminado en el bolsillo de mi camisa y había estado conmigo durante toda la extenuante jornada.

Releí la carta y apure de un sorbo el whisky que quedaba en el vaso. Quede un poco ebrio y seguí leyendo la parte de la carta que decía mira la página 47, te vas a sorprender. Pensé que no iba a resultar sorpresa alguna, pero sin embargo mi prima es una artista, y esa gente tiene un sentido especial para descubrir buenas obras, son de las que a partir de una idea crean todo un universo. Decidido, termine por ir a buscar el libro a mi escritorio, lo encontré justo donde lo había dejado, junto a Milton y London. Recorrí las primeras páginas y leí una introducción de Mario Vargas Llosa a esa edición de cuentos latinoamericanos. Antes de la página 47 habían dos cuentos: autopista al sur de Cortázar y el atroz redentor lazarus morell de Borges; decidí leer este último, pues había pasado ya algún tiempo desde mi última lectura de la historia universal de la infamia. Lo termine con el placer que siempre me producía leer este cuento, auque fuese, según el mismo autor, uno de sus cuentos menos elaborados y más ostensiblemente barrocos. Cuando terminé, di vuelta a la hoja y quede ubicado sobre la página 47, y cual no sería mi sorpresa cuando el título del siguiente cuento era nada menos que VLAD EL EMPALADOR.

Pensé que había leído mal o las letras se me habían distorsionado a causa del licor que acababa de ingerir, pero un examen más detallado me dio a entender que allí no había ninguna clase de error. Sobrepuesto de mi inicial asombro proseguí a la lectura del texto con una avidez que rayaba en lo demencial. Quería saber con apremio qué contenido albergaba aquel escrito que llevaba el mismo título del cuento que yo había escrito unos días atrás, sin más ayudas que una enciclopedia y un casual programa en discovery channel.

No se imaginan el horror que sentí cuando descubrí que aquel texto era letra por letra idéntico al cuento que yo había escrito. Lo leí una y otra vez y no me quedó ninguna duda, era exactamente el mismo escrito, lo único que cambiaba era su autor. Al final del texto no estaba el nombre que yo acostumbraba poner a mis escritos, (y digo acostumbraba, porque después de los sucesos que prosiguieron no se si pueda volver a escribir), sino este nombre: Robert V.

Al comienzo pensé que era una broma de mi prima, quien con la ayuda de algunos amigos habían agregado a la perfección mi cuento dentro de una verdadera edición de cuentos latinoamericanos. Descarte esta opción por ilusa, pues entre ella y yo jamás existió la confianza necesaria como para estarnos jugando bromas el uno al otro. Es más, el cuento lo habían recibido igualmente por correo (realmente se lo había enviado a mi tía), y a parte de la carta que recibí como respuesta, las relaciones con mi prima nunca habían pasado del saludo al encontrarnos y de breves diálogos en reuniones familiares. Después concluí apresuradamente que posiblemente era un cuento que había leído hacía muchos años; posibilidad que descarte porque en primer lugar mi memoria no es tan buena, y en segundo lugar porque mi subconsciente nunca había sido muy pródigo en esta clase de milagros. Finalmente me decidí a investigar quien era este escritor Robert V., y mientras tanto, para no atormentarme, me serví otro vaso de whisky.

Al otro día, llamé al trabajo alegando que estaba enfermo, excusa que desde varios meses atrás me había dado tiempo para resolver asuntos de índole personal, como este que ahora se me presentaba. Lo único malo es que mi jefe o ya se mostraba molesto o estaba firmemente convencido de que yo padecía alguna enfermedad terminal. Una vez planteada mi falsa excusa salí de casa y me dirigí sin perder tiempo a la biblioteca pública Gabriel Turbay, allí me encamine a los anaqueles donde sabía encontraría lo que estaba buscando. En efecto me tope con una hilera de tomos de los cuentos latinoamericanos de Alfaguara. Encontré que la primera edición había sido publicada en el año de 1980, y había dejado de ser editada en 1992. La introducción de Vargas Llosa empezó a salir en el libro a partir de la edición que mi prima me había hecho llegar, antes a ella, se encontraban pequeños prólogos y comentarios de los autores de los cuentos impresos. La búsqueda de mi cuento fue infructuosa, ya que este sólo aparecía en la edición de 1984, en las otras salían exactamente los mismos cuentos, pero la historia de Vlad se pasaba por alto, como si hubiese sido un pequeño accidente que las futuras publicaciones se encargarían de borrar de la memoria de todos aquellos que hubiesen leído el cuento en la edición que gracias a mi prima ahora tenía en mis manos.

Salí confundido pero entusiasta tras mi fracaso investigativo en la biblioteca, ya que al tratar de ubicar obras por autor, no aparecía en las fichas bibliográficas referencia alguna a alguien que se llamase o se hiciese llamar Robert V., ni mucho menos a textos publicados por el. Lo único que tenía sobre él era el mismo cuento que yo había escrito unos días atrás, una edición de cuentos latinoamericanos de 1984 y la cabeza hecha un barullo de dudas y desconcierto.

Durante varios días dejé de pensar en el asunto, y clarifique ante los conocidos a los que les había hecho llegar el cuento que este ya había sido escrito, y les argumenté una insólita casualidad, pero en mis adentros pensaba que ya se empezaban a dar en el mundo todas las posibilidades, la rueda concéntrica de que hablan algunos autores, al final a todos los hombres les es dado realizar todas las cosas posibles, ser uno y todos y ser dios, pensaba que el fin dadas las circunstancias, me dejaba entrever su inminente cercanía.

Pasó algún tiempo y las cosas volvieron a la normalidad, el trabajo rutinario, los escapes imaginarios de fin de semana, Paola invadiéndome el pensamiento con su historia, lecturas interminables y a la larga inútiles, la música intermitente y sin significado, las botellas, los amigos. En medio del sopor de la rutina un vigilante del edificio me entregó en la puerta de mi apartamento un sobre de manila y me recordó que se acercaba el plazo para cancelar la administración. Le agradecí con displicencia y sin despedirme le cerré la puerta en las narices. Observé el sobre con detenimiento, con claridad era yo el destinatario (ya que muchas veces la incompetencia de los vigilantes generaba confusión y caos con la correspondencia del edificio), y para mi asombro el remitente no era otro que Roberto V.

La misiva no decía mucho, tan solo que me conocía y que lo sabía todo desde siempre. Anonadado escribí frenéticamente algunas páginas sin sentido tratando de sacar conclusiones a algo que finalmente no las tenía. Todo era tan absurdo que mande todo lo que había escrito a la mierda, maldije en voz alta y creo que para no perder la costumbre me embriagué.

Pasaron los días y en medio del trabajo monótono, esclavizante, y fumando un sinnúmero de cigarrillos meditabundos me dije como tratando de convencer a otro que todo eso no era posible, que de alguna manera Vlad, pero cómo, aunque a la larga lo de siempre, lugares comunes creo que le llaman, en una de esas todo se olvidaba, aunque llegaba a la casa y la carta ahí sobre el escritorio condenándome a eso que era tan intangible y tan inútil; nada hubiera sido más fácil que prenderle fuego y olvidarme de todo, al fin y al cabo era estúpido, todo había nacido de mis delirios de escritor fracasado, un cuento igual puede pasarle a cualquiera, aunque letra por letra todo un misterio. Lo mejor era darle la espalda a todo eso que se escondía solapadamente en las sombras, ese misterio que no dejaba de jugar con mi mente y con mis palabras, ese animal rabioso que me esperaba como en una esquina, y todo hubiera sido tan sencillo como decir por fin que no, dejar las cosas así, seguir con la vida, a la larga no quedaba mucho tiempo para pensar en esas fruslerías, con la nada de tiempo que dejaba el trabajo, y las sobras buscando a los amigos o refugiándome otra vez en las botellas siempre compañeras y en el humo cómplice.

Pero finalmente la curiosidad gano terreno y mi personalidad obstinada y compulsiva le ganó la batalla a la cordura. Con un frenetismo maniático releía la carta y esas palabras ahí diciéndome que lo sabían todo desde siempre me transportaban a un delirio depresivo donde una y otra vez. Me sentía descender en la entropía y veía como se deshacía alrededor todo y hasta yo mismo como un mundo hecho de boronas y sin reglas. Finalmente deje de ir al trabajo sin presentar siquiera las excusas de siempre, ya no me importaba. Igual por esos días decidí no salir mucho, mi comportamiento anacoreta y displicente extrañó a más de uno pero nadie preguntaba mucho, igual no recibía a nadie en el apartamento y deje de contestar los llamados telefónicos. Me dedique a la tarea de comprobar algo que estaba regido como por alguien más, como por algo de fuera que igualmente me ataba a su juego y me imposibilitaba escapar. Escribí de nuevo el cuento con la intención de cambiarlo sustancialmente y cuando terminé después de escribir como un demente comprobé que otra vez las palabras eran exactamente iguales a las del relato de Roberto V.

Mi impaciencia llegó a límites que desconocía, llegue a golpear mi cabeza contra las paredes y me entretenía viendo deslizarse las horas mientras apagaba sordamente los cigarrillos en mis brazos. Creo que llegue a pensar en suicidarme pero todo me pareció tan absurdo, tan como escrito por ese alguien que desde fuera me dibujaba, me narraba, y de alguna manera sabía que el final de esa historia era muy simple, una novela estúpida donde en el último párrafo yo aparecía muerto y la gente finalmente lo admitía; todo al final sabido desde siempre, la locura del pobre, si, maniaco depresivo con tendencias suicidas doña. De alguna manera pensé que terminar así sería inevitable. Igual no estaba en mis manos salirme de eso, revelarme a la luz de la vida porque ya todo estaba dado desde antes en un negativo secreto e inalterable. Acerque la cuchilla varias veces a mi muñeca y al final terminaba por decirme que aún debía haber algo por hacer, igual sería tan estúpido entregarse por algo que había sido tan simple, que había nacido como por azar, aunque no era así, era traído a voluntad desde afuera, desde esa fuerza que no podía explicar pero que estaba ahí, en la carta, en el cuento y en todos los rincones de la casa o de mi mente.

No se como llegue finalmente a esa decisión. Debió haber sido en una borrachera mal llevada o al final de una noche insomne luego de haber indagado interminablemente a la nada sobre las razones de este absurdo. Total opté por intentar un último escape de todo eso, un exorcismo final a todos esos temores y a esa irrealidad que de alguna manera se me imponía violentamente y me oprimía convulsamente.

Tome la carta y me dirigí a la dirección del remitente. Cuando llegue me encontré con una especie de solar y lo que parecía ser una carpintería bastante rudimentaria. Atravesé un patio lleno de aserrín y ingrese en un cobertizo de latón que hacía al parecer las veces de vivienda. Adentro estaba bastante oscuro y tantee algunos muebles en pésimo estado. Del fondo de donde se escapaba un delgado hilo de luz una voz cansada y que arrastraba las palabras lentamente letra por letra me dijo: Siéntese Carlos, lo estaba esperando desde hace días. Traté de ubicarme en la penumbra mientras desde el fondo llegaba un sonido metálico, como de motor oxidado, de sierra desdentada.

Con los brazos extendidos, casi totalmente obnubilado por esa oscuridad cerrada, solo el leve y pálido hilo de luz que se escapaba de la pieza del fondo, me tropecé con algo que al principio supuse era un arbusto. Al sentirlo con mis manos me subió un horror helado por todo el cuerpo que se me cerró finalmente como un nudo en la garganta. No quería ver lo que ya sabía pero como todo desde hace días fue inevitable. Saque el encendedor del bolsillo izquierdo de mi pantalón con un esfuerzo sobrehumano debido a que mis manos estaban empapadas de sudor y yo no podía parar de temblar.

Comprobé con pánico lo que ya había sentido con mis manos: un perro french poodle se hallaba empalado en la mitad de la rústica sala. A decir de la sangre aún fresca el hecho macabro no había ocurrido hacía mucho tiempo. Presa del terror más macabro pensé en huir despavorido pero mis piernas no respondieron las ordenes de mi confundido cerebro.

Cuando estaba más petrificado sentí que la voz pausada hablaba justo a mis espaldas. “lo supe todo, desde siempre, Carlos”. Sus palabras fueron como una piedra que quebraba un vidrio en mil pedazos. El hombre portaba una linterna y no pude ver bien su rostro. Noté con horror que en su otra mano traía una estaca grande y muy afilada, de las que usaba Vlad en el cuento que los dos habíamos escrito para asesinar a sus víctimas. En un impulso que nació como desde un pozo muy profundo, arranqué del piso el palo que sostenía al perro muerto y con una violencia que nunca me creí capaz de usa en otra persona, le atravesé la cabeza al hombre y lo estaque contra la pared de tablas.

Tomé la linterna que el hombre soltó al morir y alumbré la escena más macabra que había visto jamás. De la madera horizontal colgaba el perro ensangrentado en un extremo, y contra la pared estaba el hombre a quien la afilada punta le había atravesado un ojo. Había sangre por todos lados y algo que parecía ser los sesos de aquel cadáver.

A pesar del crimen que acaba de cometer ya no sentía miedo, salí lentamente de aquel macabro y oscuro lugar y me fui como si nada hubiese ocurrido.

Pasaron varias semanas y mi vida volvió a ser la de siempre, poco a poco me fui acomodando nuevamente a las rutinas y a las costumbres de antes. Me sentía bien y de alguna manera pensaba que las cosas no podían haber sucedido de otra manera. A lo mejor ese algo que escrituraba todo desde fuera lo hubiera decidido así y a la larga siempre fue innecesaria toda esa paranoia, al final el destino decía que únicamente yo, y que el cuento de Vlad el empalador era solamente mío desde siempre y para siempre.

Todo por fin estaba perfecto hasta esta noche. Llegue del trabajo y el celador me entregó la correspondencia. Cuando subí al apartamento la revise ligeramente entra la música y el vaso de whisqui hasta esa carta sin remitente ni información alguna. Desde que la vi sospeche lo peor aunque me resigne y con cierto estoicismo la abrí para descubrirlo todo al final con el horror de ese día. La carta era precisa y contenía la sentencia justa que me decía que yo no había ganado, que al final era más fuerte el juego y la fuerza escribiendo de nuevo como desde afuera, que todo habían sido apariencias y falsas ilusiones disfrazadas de victorias que nunca existieron, de triunfos necrosados que se hundían de nuevo bajo tierra, sepultados. La frase que estaba escrita en ese maldito pedazo de papel decía: “lo supe todo Carlos, desde siempre”.

Kiny, marzo de2006.

Sunday, March 19, 2006

Cuento desprovisto de amor en una esquina en Paris

No se muy bien como empezó todo porque siempre fue tan confuso, los cafés, el vino, los cigarrillos y los encuentros casi nunca casuales en mi pequeño departamento de estudiante. Era tan sencillo como caminar sin pensar (o pensando) mucho por la rue teòphile gautier, el humo fácil y por lo general la brisa fría del otoño en la cara, las manos enfundadas dentro de los guantes como guerreros esperando otras batallas, batallas que por lo general Marthè pero de repente también Angelìque. Todo tan sencillo pero tan ilógico como el rescoldo de un sueño, la bruma espesa de un recuerdo que hacía mucho tiempo no se traía a la vida.

Era casi una costumbre, Marthé silenciosa en su despacho de abogada en Paris, su título orgullosamente enmarcado en un dorado pulcro y brillante, y entonces anteojos y universidad le sorbone, y ese transcurrir de jornadas entre cafés y papeles que se escribían prácticamente solos, y finalmente la gabardina y caminar por la orilla del sena, pensando en lo de siempre, las actas de Marraud y el amor fácil y sin compromisos con ese colombiano tan distante entre las asfixiantes paredes de su departamento de estudiante en el pintoresco barrio latino.

Estas cosas siempre me impactaron, era agua fría que me caía a la cara. Nunca me espere esto, una existencia casi famélica en Paris, el abandono de la madre y la patria muy distante persiguiendo una ilusión que ahora parecía no existir, las cartas largas y por lo general bañadas en lagrimas, el dinero que apenas alcanza para el metro y los vinos, casi nunca la comida, para eso casi siempre Marthé con el pan duro y mohoso, a veces el bistec mal cocido entre cebollas viejas de una procedencia dudosa en el tiempo y misteriosamente aparecidas en el pequeño agujero para dos que es la cocina, el amor rutinario y sin preguntas de Marthé, a la larga casi siempre la charla con cigarros y vino a oscuras después de un placer traído a la fuerza, y la jurisprudencia y las leyes y le sorbone.

La primera vez de Angelìque no me lo esperaba, iba como casi siempre sin rumbo por esas catacumbas férreas que se extienden bajo Paris, el vagón pálido a veces iluminado por un reflejo de propaganda, la chaqueta abotonada hasta el cuello, los ojos fijos en todo y en nada, un escudriñar rápido y desinteresado en los rostros duros de las butacas, ese dejarse llevar por el vaivén de los cuerpos abarrotados dentro del metro, cuando de repente estaba ahí, parada en medio de la nada, leyendo con una atención casi maniática un pequeño libro de páginas amarillentas que supuse era un ejemplar de les fleurs du mal. Se bajó en un impulso mecánico en montparnasse bienvenue y la seguí sin prisa, admirando largamente su contorno y su cabellera dorada que se agitaba bruscamente contra el viento. Se sentó en un café en la plaza de la bastille, y sin decirnos nada me acomodé a su lado. Pedimos unos pasteles y algo de vino tinto, y hablamos interminablemente no se de que, muy seguramente le conté mis desgracias desde el arribo del lejano país, ella mencionó algo de haber crecido en la campiña francesa; y al final más vino y una entrada casi agazapada en mi departamento, las manos que luchaban furiosas entre las prendas, encontrar sin dificultad la boca de Angelìque y finalmente entrar en ella una y otra vez, inventar nuevas formulas del amor hasta el cansancio y finalmente un abrazo largo hasta el alba, los cigarrillos y el pelo dorado de Angelìque y esa sensación de no querer volver a la vida, de quedarse para siempre en esa porción de irrealidad donde solamente el vino y la boca de Angelìque y el sol al amanecer.

Después de eso todo se dio como por no dejar flotando esa nada en el aire, otra vez la vida organizada desde siempre, el destino moviendo a su antojo las fichas en el tablero. Pasó mucho tiempo sin que supiera nada de Angelìque, todo había sido tan irreal que no le había pedido el teléfono ni la dirección, solo me había quedado con la visión confusa de una cabellera dorada y el vago olor a un perfume en la piel blanca y suave de Angelìque, y esa sensación de ruptura en el tiempo, de paseos en el metro que no fueran siempre cabellera dorada y les fleurs du mal.

A lo mejor así debía ser, ella sabía donde vivía y de repente una noche llegaba y ella ahí en la puerta, un beso contenido por días y otra vez el calor por las venas, las manos buscando torpe y deliciosamente el deseo, y finalmente el abrazo y el alba y el vino, o todo por último en desorden, las prendas en el piso de la cocina y el abrazo largo al tiempo entre cigarrillos y baudelaire y el pelo dorado de Angelìque. Pero nada de esto pasó y las noches volvieron a ser Marthè remplazando sin llenar ese hueco que estaba ahí, invisible pero tragándose todo, el humo y las palabras de Marthè, buscando un refugio donde le negaban la entrada.

Marthè nunca se quejó ni preguntó nada, con ella siempre fue un amor como de artículo de revista leído tres veces, todo sabido desde antes, los besos desgarrados y el café y hablar largamente de cosas que a ella le parecían tan profundas y que yo no tenía el derecho de refutar ni me nacía hacerlo. Yo siempre había carecido de criterio y mi falta de constancia al final siempre hacía su aparición, pero nunca con Angelìque aunque quien sabe. Por ahora era una costumbre tan Marthè, el vino y el café y la charla en la oscuridad que se me hacían tan necesarios aunque siempre estuviera pensando en eso, en la realidad partida como por un hacha que era la cabellera de Angelìque, de repente ir en el metro y verla montarse en el palais royal y tomarla de la mano y llevarla a un amor donde todo era ficticio y donde todo se acababa con la salida del sol.

Pasaron algunas semanas y sentí por fin lo que era la soledad, a pesar de que por esos días traté de rodearme de gente para no sentir ese vacío que cada día era más amplio y más insoportable. Me pasaba todas las tardes sentado en un café en Saint germain des-press esperando el inevitable arribo de los colegas también exiliados voluntariamente de la patria natal, sentarnos a hablar largamente de viejas historias, pero más que todo recordar con nostalgia la lejana gastronomía, y el sueño de empanadas y asados de carne se disolvía duramente entre vino y vino, y la irrupción violenta aunque inevitable de la literatura y la aparición borrosa a lo lejos en la calle que tal vez la sombra de Angelìque.

Esos días llegaba y esperaba como siempre a Angelìque que aún no aparecía, un viaje a la campiña francesa, a la larga como puede saberse, se va la vida en cosas como estas. A falta de esto anhelaba la presencia de Marthé quien telefoneaba diciendo que esta semana no, si vieras como se me está complicando el asunto de Marraud, las palabras pesaban como un plomo y tenía que pasar una noche insomne fumando en el balcón esperando en cualquier momento ese pedazo de irrealidad que me había ganado y que estúpidamente había tirado a la nada.


Mi vida se hallaba como detenida, sumida en un letargo de difícil salida, como un reloj de pared sin cuerda cuyas manecillas apuntaban a un momento eterno e insoportable sin Angelìque.

Llenaba las largas y pesadas horas con cigarros y vinos en un café en Montparnasse. Casi siempre con German y Diego que inventaban siempre nuevas formas de ver este mundo infeliz, o a veces Susan con sus delirios y sus intrincadas filosofías de poetisa post-moderna.

Debió ser por esos días, o tal vez después. Igual el tiempo ya no me importaba, medía mi vida en intervalos de tristeza y una borrachera torpe y persistente que intentaba decirme inútilmente que imposible, que Angelìque jamás. Me sorprendía la mañana adivinando largamente los matices dorados del alba que de alguna manera eran Angelìque perdida e insalvable en el metro, o rozando el pasto firme y sedoso en algún remoto lugar de la campiña francesa.

Me creció una barba basta y descuidada y las noches me alcanzaban escribiendo en el aire poemas invisibles dedicados a un recuerdo. A veces era el teléfono con Diego invitando a unos tragos, lo de siempre o tal vez coñac, el humo y las incomprensibles poesías de Susan. A lo mejor era una misiva perfumada, cursilerías recurrentes de Marthé que yo aceptaba como todo, como el tiempo largo y pesado o el espacio estrecho y asfixiante; casi como el pan y las tortillas con Marthé y un amor cada vez más frío y lejano, una muralla donde el juzgado y las complicaciones con el asunto de Marraud.

Era raro caer ahora casi nunca en un interregno fugaz de cordura, pasar los recuerdos por agua y tratar diluir con rabia esa acuarela dorada que era Angelìque, su boca, sus manos presurosas y sus fleurs du mal.

Una noche me sorprendió borracho llorando bajo una estatua sin rostro la mano de Angelìque en mi hombro, la dulce invitación de nuevo a su amor de matices dorados y cigarrillos y humo lento, la promesa silenciosa de ahora si ella para siempre, sin Colombia ni una casa de campo en Francia, solamente la mano de Angelìque asiéndose con fuerza a mi cabello en el alba, descifrar lentamente con mis dedos los misteriosos contornos cuando llegara la noche, encontrar de nuevo la delicia en esas espasmódicas ondas de placer hirviente donde todo tan dorado y humo, donde todo por fin tan Angelìque en Paris.

Nunca lo espere de esa manera, esa náusea repentina, esa mano golpeándome el rostro y haciéndome volver a la realidad, a la cordura. A un vacío donde solo botellas rotas en el piso y una cama húmeda y rancia sin Angelìque. Una resaca perpetua y estupidizante donde iban y venían como olas los recuerdos dorados que iban degenerando en ocre de Angelìque, la vaga conciencia de que a la larga nunca, de que finalmente todo un sueño delicioso y sin repetición, una fantasía traída por la fuerza a este lado, al lado de lo real donde se concretaba inexplicadamente un sueño, donde ese interregno delicioso de irrealidad irrumpía con violencia en la cordura, que por fin se aferraba fuerte y despejaba a manotadas esa bruma, ese velo mentiroso y me decía que Angelìque nunca, aunque como si aparecía tan presente, con su largo cabello dorado y su pequeño libro de páginas amarillentas.

No tardé en comprenderlo, en descubrir que era inevitable vivir de este lado con la realidad Marthé, que lo otro, el sueño Angelìque esperaba agazapado y aparecía solo por su voluntad, o en una de esas ya nunca más. Era insoportable estar acá y no allá, viviendo una perpetua realidad Angelìque sin espacio ni tiempo ni cafés ni metro de Paris; cuanto hubiese dado por una realidad así donde de vez en cuando un mal sueño Marthé y su despacho y el asunto de Marraud, y un despertar agitado entre los brazos de Angelìque, aspirando con dulzura el perfume de su pelo hasta sumirme de nuevo en ese sopor, en esa nebulosa y lejana pesadilla donde Marthé, donde Colombia y quien sabe que más cosas.

Repetírmelo hasta el infinito resulto inútil. Al fin y al cabo cómo explicar un sueño que corta verticalmente la carne y hasta las venas de esto otro, de esto no se si realidad o interregno de locura o por último pesadilla donde ya no hay Angelìque, donde no hay amaneceres dorados sino solamente el viento frío de otoño en la cara, los guantes y comer tortillas en medio de un amor que era una estúpida costumbre y un sentimiento olvidado o tal vez nunca esbozado con Marthé.

Preferí dejar las cosas así, la locura había sido llevada hasta el extremo y no tuve otra salida que decidirme a volver a la lejana patria con el espíritu destruido y la cabeza gacha de poeta derrotado.

No se lo dije a nadie, seguramente luego se enterarían por cartas o un remoto llamado telefónico desde Suramérica. Tal vez terminaría por no importarle a nadie y al final a mi tampoco. En los cafés German, Diego y a veces Susan extrañarían mi presencia pero todo al final lo mismo, la poesía y quien sabe que oscuras filosofías traídas de los cabellos por Susan, German refutando con los argumentos de siempre, y en una de esas Diego invitando a unas copas y a oír una música reconfortante hasta el otro día, o hasta que ya no hubiesen más botellas en la despensa o hasta que ya no hubiese nada más que decir y el tedio de mirarse largamente a las caras pálidas y con ojos enrojecidos por el trasnocho los hicieran salir de nuevo a perderse por esos laberintos parisienses. Tal vez apareciese Marthé semana tras semana con las botellas de vino y el pan enmohecido bajo el brazo, o tal vez me buscase en sus paseos a lo largo del Sena, o me preguntara en los cafés de siempre obteniendo una respuesta incierta, una duda al aire y casi siempre un silencio duro e ignorante. Tal vez no me buscase en absoluto, finalmente latinos en Paris hay muchos, o finalmente Marthé por completo dedicada al despacho porque en una de esas se complicaba el asunto de Marraud, y había que correr de aquí para allá con actas y documentos y memoriales.

Tal vez nada de esto terminara por pasar y a la larga no me importaba. Solo yo sabía que me iba a buscar otros matices dorados donde de repente Angelìque en los lejanos amaneceres de mi tierra.


Marzo de 2006.

Saturday, March 18, 2006

Estoy emputado porque por fin iba a publicar dos cosas nuevas y el disquete donde estaban guardadas se daño. hijueputa vida. Todo apunta de nuevo a una conspiración de la informática que me impide expresarme. amanecera y veremos.