Cuento desprovisto de amor en una esquina en Paris
No se muy bien como empezó todo porque siempre fue tan confuso, los cafés, el vino, los cigarrillos y los encuentros casi nunca casuales en mi pequeño departamento de estudiante. Era tan sencillo como caminar sin pensar (o pensando) mucho por la rue teòphile gautier, el humo fácil y por lo general la brisa fría del otoño en la cara, las manos enfundadas dentro de los guantes como guerreros esperando otras batallas, batallas que por lo general Marthè pero de repente también Angelìque. Todo tan sencillo pero tan ilógico como el rescoldo de un sueño, la bruma espesa de un recuerdo que hacía mucho tiempo no se traía a la vida.
Era casi una costumbre, Marthé silenciosa en su despacho de abogada en Paris, su título orgullosamente enmarcado en un dorado pulcro y brillante, y entonces anteojos y universidad le sorbone, y ese transcurrir de jornadas entre cafés y papeles que se escribían prácticamente solos, y finalmente la gabardina y caminar por la orilla del sena, pensando en lo de siempre, las actas de Marraud y el amor fácil y sin compromisos con ese colombiano tan distante entre las asfixiantes paredes de su departamento de estudiante en el pintoresco barrio latino.
Estas cosas siempre me impactaron, era agua fría que me caía a la cara. Nunca me espere esto, una existencia casi famélica en Paris, el abandono de la madre y la patria muy distante persiguiendo una ilusión que ahora parecía no existir, las cartas largas y por lo general bañadas en lagrimas, el dinero que apenas alcanza para el metro y los vinos, casi nunca la comida, para eso casi siempre Marthé con el pan duro y mohoso, a veces el bistec mal cocido entre cebollas viejas de una procedencia dudosa en el tiempo y misteriosamente aparecidas en el pequeño agujero para dos que es la cocina, el amor rutinario y sin preguntas de Marthé, a la larga casi siempre la charla con cigarros y vino a oscuras después de un placer traído a la fuerza, y la jurisprudencia y las leyes y le sorbone.
La primera vez de Angelìque no me lo esperaba, iba como casi siempre sin rumbo por esas catacumbas férreas que se extienden bajo Paris, el vagón pálido a veces iluminado por un reflejo de propaganda, la chaqueta abotonada hasta el cuello, los ojos fijos en todo y en nada, un escudriñar rápido y desinteresado en los rostros duros de las butacas, ese dejarse llevar por el vaivén de los cuerpos abarrotados dentro del metro, cuando de repente estaba ahí, parada en medio de la nada, leyendo con una atención casi maniática un pequeño libro de páginas amarillentas que supuse era un ejemplar de les fleurs du mal. Se bajó en un impulso mecánico en montparnasse bienvenue y la seguí sin prisa, admirando largamente su contorno y su cabellera dorada que se agitaba bruscamente contra el viento. Se sentó en un café en la plaza de la bastille, y sin decirnos nada me acomodé a su lado. Pedimos unos pasteles y algo de vino tinto, y hablamos interminablemente no se de que, muy seguramente le conté mis desgracias desde el arribo del lejano país, ella mencionó algo de haber crecido en la campiña francesa; y al final más vino y una entrada casi agazapada en mi departamento, las manos que luchaban furiosas entre las prendas, encontrar sin dificultad la boca de Angelìque y finalmente entrar en ella una y otra vez, inventar nuevas formulas del amor hasta el cansancio y finalmente un abrazo largo hasta el alba, los cigarrillos y el pelo dorado de Angelìque y esa sensación de no querer volver a la vida, de quedarse para siempre en esa porción de irrealidad donde solamente el vino y la boca de Angelìque y el sol al amanecer.
Después de eso todo se dio como por no dejar flotando esa nada en el aire, otra vez la vida organizada desde siempre, el destino moviendo a su antojo las fichas en el tablero. Pasó mucho tiempo sin que supiera nada de Angelìque, todo había sido tan irreal que no le había pedido el teléfono ni la dirección, solo me había quedado con la visión confusa de una cabellera dorada y el vago olor a un perfume en la piel blanca y suave de Angelìque, y esa sensación de ruptura en el tiempo, de paseos en el metro que no fueran siempre cabellera dorada y les fleurs du mal.
A lo mejor así debía ser, ella sabía donde vivía y de repente una noche llegaba y ella ahí en la puerta, un beso contenido por días y otra vez el calor por las venas, las manos buscando torpe y deliciosamente el deseo, y finalmente el abrazo y el alba y el vino, o todo por último en desorden, las prendas en el piso de la cocina y el abrazo largo al tiempo entre cigarrillos y baudelaire y el pelo dorado de Angelìque. Pero nada de esto pasó y las noches volvieron a ser Marthè remplazando sin llenar ese hueco que estaba ahí, invisible pero tragándose todo, el humo y las palabras de Marthè, buscando un refugio donde le negaban la entrada.
Marthè nunca se quejó ni preguntó nada, con ella siempre fue un amor como de artículo de revista leído tres veces, todo sabido desde antes, los besos desgarrados y el café y hablar largamente de cosas que a ella le parecían tan profundas y que yo no tenía el derecho de refutar ni me nacía hacerlo. Yo siempre había carecido de criterio y mi falta de constancia al final siempre hacía su aparición, pero nunca con Angelìque aunque quien sabe. Por ahora era una costumbre tan Marthè, el vino y el café y la charla en la oscuridad que se me hacían tan necesarios aunque siempre estuviera pensando en eso, en la realidad partida como por un hacha que era la cabellera de Angelìque, de repente ir en el metro y verla montarse en el palais royal y tomarla de la mano y llevarla a un amor donde todo era ficticio y donde todo se acababa con la salida del sol.
Pasaron algunas semanas y sentí por fin lo que era la soledad, a pesar de que por esos días traté de rodearme de gente para no sentir ese vacío que cada día era más amplio y más insoportable. Me pasaba todas las tardes sentado en un café en Saint germain des-press esperando el inevitable arribo de los colegas también exiliados voluntariamente de la patria natal, sentarnos a hablar largamente de viejas historias, pero más que todo recordar con nostalgia la lejana gastronomía, y el sueño de empanadas y asados de carne se disolvía duramente entre vino y vino, y la irrupción violenta aunque inevitable de la literatura y la aparición borrosa a lo lejos en la calle que tal vez la sombra de Angelìque.
Esos días llegaba y esperaba como siempre a Angelìque que aún no aparecía, un viaje a la campiña francesa, a la larga como puede saberse, se va la vida en cosas como estas. A falta de esto anhelaba la presencia de Marthé quien telefoneaba diciendo que esta semana no, si vieras como se me está complicando el asunto de Marraud, las palabras pesaban como un plomo y tenía que pasar una noche insomne fumando en el balcón esperando en cualquier momento ese pedazo de irrealidad que me había ganado y que estúpidamente había tirado a la nada.
Mi vida se hallaba como detenida, sumida en un letargo de difícil salida, como un reloj de pared sin cuerda cuyas manecillas apuntaban a un momento eterno e insoportable sin Angelìque.
Llenaba las largas y pesadas horas con cigarros y vinos en un café en Montparnasse. Casi siempre con German y Diego que inventaban siempre nuevas formas de ver este mundo infeliz, o a veces Susan con sus delirios y sus intrincadas filosofías de poetisa post-moderna.
Debió ser por esos días, o tal vez después. Igual el tiempo ya no me importaba, medía mi vida en intervalos de tristeza y una borrachera torpe y persistente que intentaba decirme inútilmente que imposible, que Angelìque jamás. Me sorprendía la mañana adivinando largamente los matices dorados del alba que de alguna manera eran Angelìque perdida e insalvable en el metro, o rozando el pasto firme y sedoso en algún remoto lugar de la campiña francesa.
Me creció una barba basta y descuidada y las noches me alcanzaban escribiendo en el aire poemas invisibles dedicados a un recuerdo. A veces era el teléfono con Diego invitando a unos tragos, lo de siempre o tal vez coñac, el humo y las incomprensibles poesías de Susan. A lo mejor era una misiva perfumada, cursilerías recurrentes de Marthé que yo aceptaba como todo, como el tiempo largo y pesado o el espacio estrecho y asfixiante; casi como el pan y las tortillas con Marthé y un amor cada vez más frío y lejano, una muralla donde el juzgado y las complicaciones con el asunto de Marraud.
Era raro caer ahora casi nunca en un interregno fugaz de cordura, pasar los recuerdos por agua y tratar diluir con rabia esa acuarela dorada que era Angelìque, su boca, sus manos presurosas y sus fleurs du mal.
Una noche me sorprendió borracho llorando bajo una estatua sin rostro la mano de Angelìque en mi hombro, la dulce invitación de nuevo a su amor de matices dorados y cigarrillos y humo lento, la promesa silenciosa de ahora si ella para siempre, sin Colombia ni una casa de campo en Francia, solamente la mano de Angelìque asiéndose con fuerza a mi cabello en el alba, descifrar lentamente con mis dedos los misteriosos contornos cuando llegara la noche, encontrar de nuevo la delicia en esas espasmódicas ondas de placer hirviente donde todo tan dorado y humo, donde todo por fin tan Angelìque en Paris.
Nunca lo espere de esa manera, esa náusea repentina, esa mano golpeándome el rostro y haciéndome volver a la realidad, a la cordura. A un vacío donde solo botellas rotas en el piso y una cama húmeda y rancia sin Angelìque. Una resaca perpetua y estupidizante donde iban y venían como olas los recuerdos dorados que iban degenerando en ocre de Angelìque, la vaga conciencia de que a la larga nunca, de que finalmente todo un sueño delicioso y sin repetición, una fantasía traída por la fuerza a este lado, al lado de lo real donde se concretaba inexplicadamente un sueño, donde ese interregno delicioso de irrealidad irrumpía con violencia en la cordura, que por fin se aferraba fuerte y despejaba a manotadas esa bruma, ese velo mentiroso y me decía que Angelìque nunca, aunque como si aparecía tan presente, con su largo cabello dorado y su pequeño libro de páginas amarillentas.
No tardé en comprenderlo, en descubrir que era inevitable vivir de este lado con la realidad Marthé, que lo otro, el sueño Angelìque esperaba agazapado y aparecía solo por su voluntad, o en una de esas ya nunca más. Era insoportable estar acá y no allá, viviendo una perpetua realidad Angelìque sin espacio ni tiempo ni cafés ni metro de Paris; cuanto hubiese dado por una realidad así donde de vez en cuando un mal sueño Marthé y su despacho y el asunto de Marraud, y un despertar agitado entre los brazos de Angelìque, aspirando con dulzura el perfume de su pelo hasta sumirme de nuevo en ese sopor, en esa nebulosa y lejana pesadilla donde Marthé, donde Colombia y quien sabe que más cosas.
Repetírmelo hasta el infinito resulto inútil. Al fin y al cabo cómo explicar un sueño que corta verticalmente la carne y hasta las venas de esto otro, de esto no se si realidad o interregno de locura o por último pesadilla donde ya no hay Angelìque, donde no hay amaneceres dorados sino solamente el viento frío de otoño en la cara, los guantes y comer tortillas en medio de un amor que era una estúpida costumbre y un sentimiento olvidado o tal vez nunca esbozado con Marthé.
Preferí dejar las cosas así, la locura había sido llevada hasta el extremo y no tuve otra salida que decidirme a volver a la lejana patria con el espíritu destruido y la cabeza gacha de poeta derrotado.
No se lo dije a nadie, seguramente luego se enterarían por cartas o un remoto llamado telefónico desde Suramérica. Tal vez terminaría por no importarle a nadie y al final a mi tampoco. En los cafés German, Diego y a veces Susan extrañarían mi presencia pero todo al final lo mismo, la poesía y quien sabe que oscuras filosofías traídas de los cabellos por Susan, German refutando con los argumentos de siempre, y en una de esas Diego invitando a unas copas y a oír una música reconfortante hasta el otro día, o hasta que ya no hubiesen más botellas en la despensa o hasta que ya no hubiese nada más que decir y el tedio de mirarse largamente a las caras pálidas y con ojos enrojecidos por el trasnocho los hicieran salir de nuevo a perderse por esos laberintos parisienses. Tal vez apareciese Marthé semana tras semana con las botellas de vino y el pan enmohecido bajo el brazo, o tal vez me buscase en sus paseos a lo largo del Sena, o me preguntara en los cafés de siempre obteniendo una respuesta incierta, una duda al aire y casi siempre un silencio duro e ignorante. Tal vez no me buscase en absoluto, finalmente latinos en Paris hay muchos, o finalmente Marthé por completo dedicada al despacho porque en una de esas se complicaba el asunto de Marraud, y había que correr de aquí para allá con actas y documentos y memoriales.
Tal vez nada de esto terminara por pasar y a la larga no me importaba. Solo yo sabía que me iba a buscar otros matices dorados donde de repente Angelìque en los lejanos amaneceres de mi tierra.
Marzo de 2006.
Era casi una costumbre, Marthé silenciosa en su despacho de abogada en Paris, su título orgullosamente enmarcado en un dorado pulcro y brillante, y entonces anteojos y universidad le sorbone, y ese transcurrir de jornadas entre cafés y papeles que se escribían prácticamente solos, y finalmente la gabardina y caminar por la orilla del sena, pensando en lo de siempre, las actas de Marraud y el amor fácil y sin compromisos con ese colombiano tan distante entre las asfixiantes paredes de su departamento de estudiante en el pintoresco barrio latino.
Estas cosas siempre me impactaron, era agua fría que me caía a la cara. Nunca me espere esto, una existencia casi famélica en Paris, el abandono de la madre y la patria muy distante persiguiendo una ilusión que ahora parecía no existir, las cartas largas y por lo general bañadas en lagrimas, el dinero que apenas alcanza para el metro y los vinos, casi nunca la comida, para eso casi siempre Marthé con el pan duro y mohoso, a veces el bistec mal cocido entre cebollas viejas de una procedencia dudosa en el tiempo y misteriosamente aparecidas en el pequeño agujero para dos que es la cocina, el amor rutinario y sin preguntas de Marthé, a la larga casi siempre la charla con cigarros y vino a oscuras después de un placer traído a la fuerza, y la jurisprudencia y las leyes y le sorbone.
La primera vez de Angelìque no me lo esperaba, iba como casi siempre sin rumbo por esas catacumbas férreas que se extienden bajo Paris, el vagón pálido a veces iluminado por un reflejo de propaganda, la chaqueta abotonada hasta el cuello, los ojos fijos en todo y en nada, un escudriñar rápido y desinteresado en los rostros duros de las butacas, ese dejarse llevar por el vaivén de los cuerpos abarrotados dentro del metro, cuando de repente estaba ahí, parada en medio de la nada, leyendo con una atención casi maniática un pequeño libro de páginas amarillentas que supuse era un ejemplar de les fleurs du mal. Se bajó en un impulso mecánico en montparnasse bienvenue y la seguí sin prisa, admirando largamente su contorno y su cabellera dorada que se agitaba bruscamente contra el viento. Se sentó en un café en la plaza de la bastille, y sin decirnos nada me acomodé a su lado. Pedimos unos pasteles y algo de vino tinto, y hablamos interminablemente no se de que, muy seguramente le conté mis desgracias desde el arribo del lejano país, ella mencionó algo de haber crecido en la campiña francesa; y al final más vino y una entrada casi agazapada en mi departamento, las manos que luchaban furiosas entre las prendas, encontrar sin dificultad la boca de Angelìque y finalmente entrar en ella una y otra vez, inventar nuevas formulas del amor hasta el cansancio y finalmente un abrazo largo hasta el alba, los cigarrillos y el pelo dorado de Angelìque y esa sensación de no querer volver a la vida, de quedarse para siempre en esa porción de irrealidad donde solamente el vino y la boca de Angelìque y el sol al amanecer.
Después de eso todo se dio como por no dejar flotando esa nada en el aire, otra vez la vida organizada desde siempre, el destino moviendo a su antojo las fichas en el tablero. Pasó mucho tiempo sin que supiera nada de Angelìque, todo había sido tan irreal que no le había pedido el teléfono ni la dirección, solo me había quedado con la visión confusa de una cabellera dorada y el vago olor a un perfume en la piel blanca y suave de Angelìque, y esa sensación de ruptura en el tiempo, de paseos en el metro que no fueran siempre cabellera dorada y les fleurs du mal.
A lo mejor así debía ser, ella sabía donde vivía y de repente una noche llegaba y ella ahí en la puerta, un beso contenido por días y otra vez el calor por las venas, las manos buscando torpe y deliciosamente el deseo, y finalmente el abrazo y el alba y el vino, o todo por último en desorden, las prendas en el piso de la cocina y el abrazo largo al tiempo entre cigarrillos y baudelaire y el pelo dorado de Angelìque. Pero nada de esto pasó y las noches volvieron a ser Marthè remplazando sin llenar ese hueco que estaba ahí, invisible pero tragándose todo, el humo y las palabras de Marthè, buscando un refugio donde le negaban la entrada.
Marthè nunca se quejó ni preguntó nada, con ella siempre fue un amor como de artículo de revista leído tres veces, todo sabido desde antes, los besos desgarrados y el café y hablar largamente de cosas que a ella le parecían tan profundas y que yo no tenía el derecho de refutar ni me nacía hacerlo. Yo siempre había carecido de criterio y mi falta de constancia al final siempre hacía su aparición, pero nunca con Angelìque aunque quien sabe. Por ahora era una costumbre tan Marthè, el vino y el café y la charla en la oscuridad que se me hacían tan necesarios aunque siempre estuviera pensando en eso, en la realidad partida como por un hacha que era la cabellera de Angelìque, de repente ir en el metro y verla montarse en el palais royal y tomarla de la mano y llevarla a un amor donde todo era ficticio y donde todo se acababa con la salida del sol.
Pasaron algunas semanas y sentí por fin lo que era la soledad, a pesar de que por esos días traté de rodearme de gente para no sentir ese vacío que cada día era más amplio y más insoportable. Me pasaba todas las tardes sentado en un café en Saint germain des-press esperando el inevitable arribo de los colegas también exiliados voluntariamente de la patria natal, sentarnos a hablar largamente de viejas historias, pero más que todo recordar con nostalgia la lejana gastronomía, y el sueño de empanadas y asados de carne se disolvía duramente entre vino y vino, y la irrupción violenta aunque inevitable de la literatura y la aparición borrosa a lo lejos en la calle que tal vez la sombra de Angelìque.
Esos días llegaba y esperaba como siempre a Angelìque que aún no aparecía, un viaje a la campiña francesa, a la larga como puede saberse, se va la vida en cosas como estas. A falta de esto anhelaba la presencia de Marthé quien telefoneaba diciendo que esta semana no, si vieras como se me está complicando el asunto de Marraud, las palabras pesaban como un plomo y tenía que pasar una noche insomne fumando en el balcón esperando en cualquier momento ese pedazo de irrealidad que me había ganado y que estúpidamente había tirado a la nada.
Mi vida se hallaba como detenida, sumida en un letargo de difícil salida, como un reloj de pared sin cuerda cuyas manecillas apuntaban a un momento eterno e insoportable sin Angelìque.
Llenaba las largas y pesadas horas con cigarros y vinos en un café en Montparnasse. Casi siempre con German y Diego que inventaban siempre nuevas formas de ver este mundo infeliz, o a veces Susan con sus delirios y sus intrincadas filosofías de poetisa post-moderna.
Debió ser por esos días, o tal vez después. Igual el tiempo ya no me importaba, medía mi vida en intervalos de tristeza y una borrachera torpe y persistente que intentaba decirme inútilmente que imposible, que Angelìque jamás. Me sorprendía la mañana adivinando largamente los matices dorados del alba que de alguna manera eran Angelìque perdida e insalvable en el metro, o rozando el pasto firme y sedoso en algún remoto lugar de la campiña francesa.
Me creció una barba basta y descuidada y las noches me alcanzaban escribiendo en el aire poemas invisibles dedicados a un recuerdo. A veces era el teléfono con Diego invitando a unos tragos, lo de siempre o tal vez coñac, el humo y las incomprensibles poesías de Susan. A lo mejor era una misiva perfumada, cursilerías recurrentes de Marthé que yo aceptaba como todo, como el tiempo largo y pesado o el espacio estrecho y asfixiante; casi como el pan y las tortillas con Marthé y un amor cada vez más frío y lejano, una muralla donde el juzgado y las complicaciones con el asunto de Marraud.
Era raro caer ahora casi nunca en un interregno fugaz de cordura, pasar los recuerdos por agua y tratar diluir con rabia esa acuarela dorada que era Angelìque, su boca, sus manos presurosas y sus fleurs du mal.
Una noche me sorprendió borracho llorando bajo una estatua sin rostro la mano de Angelìque en mi hombro, la dulce invitación de nuevo a su amor de matices dorados y cigarrillos y humo lento, la promesa silenciosa de ahora si ella para siempre, sin Colombia ni una casa de campo en Francia, solamente la mano de Angelìque asiéndose con fuerza a mi cabello en el alba, descifrar lentamente con mis dedos los misteriosos contornos cuando llegara la noche, encontrar de nuevo la delicia en esas espasmódicas ondas de placer hirviente donde todo tan dorado y humo, donde todo por fin tan Angelìque en Paris.
Nunca lo espere de esa manera, esa náusea repentina, esa mano golpeándome el rostro y haciéndome volver a la realidad, a la cordura. A un vacío donde solo botellas rotas en el piso y una cama húmeda y rancia sin Angelìque. Una resaca perpetua y estupidizante donde iban y venían como olas los recuerdos dorados que iban degenerando en ocre de Angelìque, la vaga conciencia de que a la larga nunca, de que finalmente todo un sueño delicioso y sin repetición, una fantasía traída por la fuerza a este lado, al lado de lo real donde se concretaba inexplicadamente un sueño, donde ese interregno delicioso de irrealidad irrumpía con violencia en la cordura, que por fin se aferraba fuerte y despejaba a manotadas esa bruma, ese velo mentiroso y me decía que Angelìque nunca, aunque como si aparecía tan presente, con su largo cabello dorado y su pequeño libro de páginas amarillentas.
No tardé en comprenderlo, en descubrir que era inevitable vivir de este lado con la realidad Marthé, que lo otro, el sueño Angelìque esperaba agazapado y aparecía solo por su voluntad, o en una de esas ya nunca más. Era insoportable estar acá y no allá, viviendo una perpetua realidad Angelìque sin espacio ni tiempo ni cafés ni metro de Paris; cuanto hubiese dado por una realidad así donde de vez en cuando un mal sueño Marthé y su despacho y el asunto de Marraud, y un despertar agitado entre los brazos de Angelìque, aspirando con dulzura el perfume de su pelo hasta sumirme de nuevo en ese sopor, en esa nebulosa y lejana pesadilla donde Marthé, donde Colombia y quien sabe que más cosas.
Repetírmelo hasta el infinito resulto inútil. Al fin y al cabo cómo explicar un sueño que corta verticalmente la carne y hasta las venas de esto otro, de esto no se si realidad o interregno de locura o por último pesadilla donde ya no hay Angelìque, donde no hay amaneceres dorados sino solamente el viento frío de otoño en la cara, los guantes y comer tortillas en medio de un amor que era una estúpida costumbre y un sentimiento olvidado o tal vez nunca esbozado con Marthé.
Preferí dejar las cosas así, la locura había sido llevada hasta el extremo y no tuve otra salida que decidirme a volver a la lejana patria con el espíritu destruido y la cabeza gacha de poeta derrotado.
No se lo dije a nadie, seguramente luego se enterarían por cartas o un remoto llamado telefónico desde Suramérica. Tal vez terminaría por no importarle a nadie y al final a mi tampoco. En los cafés German, Diego y a veces Susan extrañarían mi presencia pero todo al final lo mismo, la poesía y quien sabe que oscuras filosofías traídas de los cabellos por Susan, German refutando con los argumentos de siempre, y en una de esas Diego invitando a unas copas y a oír una música reconfortante hasta el otro día, o hasta que ya no hubiesen más botellas en la despensa o hasta que ya no hubiese nada más que decir y el tedio de mirarse largamente a las caras pálidas y con ojos enrojecidos por el trasnocho los hicieran salir de nuevo a perderse por esos laberintos parisienses. Tal vez apareciese Marthé semana tras semana con las botellas de vino y el pan enmohecido bajo el brazo, o tal vez me buscase en sus paseos a lo largo del Sena, o me preguntara en los cafés de siempre obteniendo una respuesta incierta, una duda al aire y casi siempre un silencio duro e ignorante. Tal vez no me buscase en absoluto, finalmente latinos en Paris hay muchos, o finalmente Marthé por completo dedicada al despacho porque en una de esas se complicaba el asunto de Marraud, y había que correr de aquí para allá con actas y documentos y memoriales.
Tal vez nada de esto terminara por pasar y a la larga no me importaba. Solo yo sabía que me iba a buscar otros matices dorados donde de repente Angelìque en los lejanos amaneceres de mi tierra.
Marzo de 2006.
5 Comments:
Oiga, vamos este viernes al café en el parnasse por unos cognacs o que? Yo le digo a German a ver. Ya hace rato no bebo oyendo música reconfortante.
Y mejor no invitemos a Sussan. Pero como siempre simplemente se aparece allá.
Y si usted se fuera se acabarían las tertulias, y el blog, y muchas cosas que le alegran a uno los fines de semana.
Usted está publicando vainas muy buenas acá, no le da vaina que se las plagien?
Ya publiqué su perfil.
Saludos
hola sumercé como ha estado??'
hola que hay... juemadre empatamos!!! ush estoy en la mala, que ebria soy....
hijuemadre se murio rocio durcal... hay que llorar... se supone
si, fenecio esa señora. Creo que mi higado también.
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