Thursday, December 29, 2005

CAPITULO 5

Paola, todo lo que me sucede es estrictamente su culpa. Si, no se extrañe, se que no va a entender mi reacción, y es más, yo no termino de comprenderla del todo. Lo único que debe usted tener presente es que es su culpa, de sus fantasías, del mundo onírico en el que usted vive y que abusivamente introdujo en la monotonía de mi vida.

Yo siempre me había considerado un soñador, pero eso fue antes de conocerla a usted, Paola. La intromisión de usted con sus universos fantasiosos en medio de mi vida lánguida y sombría bastaron para darme cuenta que yo no era más que un vástago perdido, un fauno cualquiera en uno de los bosques que usted se inventaba, en los que usted vivía.

Por lo demás no crea que le estoy exigiendo protagonismo en su vida, olvídelo, sabe usted cuanto detesto ese tipo de cosas, lo único que quisiera es regresar a mi podredumbre anterior, si Paola, a la miseria espantosa y sin embargo tan llevadera, tan una costumbre, que llevaba yo antes de conocerla a usted. Porque si escribo esto no es para que usted lo lea, es más bien para que yo lo haga a ver si entiendo un poco todo esto que paso y que a usted parece no importarle, más aún, no le importa en absoluto.

Si Paola, es su culpa. Por eso es que ahora se apodera de mi esta indecisión, por eso no se si tomarme el frasco de litro de veneno para ratas que mi mama guarda en el cuarto de nadie, o pegarme un disparo certero y preciso con la escopeta que mi abuelo tiene en la finca, apuntármela en la cara y volarme media cabeza, aunque usted sabe que me tocaría dejar por lo menos veinte mil pesos para que el viviente arreglara el desastre. Claro que con el veneno duraría un rato retorciéndome en el piso con el más purificador de los dolores, si Paola, un dolor que me redima por completo de usted. A veces también me pasa por la cabeza arrojarme del intercambiador de la puerta del sol a la calzada de abajo, como lo había visto una vez en el periódico.
De ninguna manera me suicidaría como lo teníamos planeado: haciendo el amor en la toyota 4runner de su papá, mientras el humo del exhosto inundaba lentamente toda la camioneta, que teníamos preparada y herméticamente cerrada para recibir la muerte, y esa era la más dulce de todas. Usted decía que con los carros de mi casa no se podía, que necesitábamos uno con un motor grande que nos matara bien muertos a los dos, y que cuando nos encontraran aún estaríamos unidos carnalmente en medio de le espantosa y fría rigidez de la muerte. Si Paola, pero de ninguna manera...

Ahora me rasca mucho la cabeza Paola, si viera que no me baño hace mucho tiempo, últimamente me importa un bledo todo, tampoco como mucho. A veces me aparezco los domingos por mi casa y mis papas ya no me hablan. Es duro, lo reconozco, pero es mejor así para ellos. Lo bueno es que mis hermanas me regalan dos paquetes de cigarrillos y algo de hierba antes de irme Yo me doy cuenta de esas cosas Paola, no crea. Me doy cuenta que mi mamá me sirve un plato en la cocina y luego se encierra en la pieza a llorar, y mi papá sale a dar vueltas como un loco. Pero eso no importa, yo se que no es fácil para ellos verme así como estoy, ni siquiera yo reconozco como soy ahora cuando me miro en el espejo del pasado, de ese pasado que usted estropeo, de ese pasado con almuerzos de domingo con toda la familia riendo en la mesa y mi hermana menor diciendo alguna ocurrencia alegre de las suyas, o yo con mi falsa irreverencia, con mi infundada e hipócrita rebeldía que tanto le gustaba a mi otra hermana. O mi padre obligándome a ir a lavar los carros con el, la única obligación que me gustaba, porque durábamos toda la tarde hablando como nunca lo hacíamos, y cada semana le pedía dos o tres libros que el lunes por la tarde ya estaban sobre mi escritorio. Ya nada de eso está, Paola. Ni los almuerzos felices, y mucho menos los libros. Hace ya mucho tiempo que no leo nada, más o menos desde que la conocí a usted. Si, desde ese entonces, porque usted con su vida era más que todos los libros, era como un gigantesco libro, una eterna novela sin nudo ni desenlace. Leer después de conocerla a usted, se torno inútil.

Ya tampoco escribo Paola, y todo lo que había escrito para usted, todo lo que usted pretendía leer con un gusto diáfano, todas esas hojas las consumió el fuego. Si, salvo estas letras de hoy, que como le dije no espero que lea nunca, no escribo nada más, y espero que el fuego del olvido la consuma a usted también como consumió esas hojas. Ni siquiera el cuento del vampiro que a usted tanto le gustaba lo conservé. Bien se lo hubiese podido dejar a mi madre como un recuerdo anacrónico del hijo que ya no soy, y al que ella se aferra afanosamente como un recuerdo ya perdido que es imposible de reconciliar con el presente.

Pues bien, ya sólo resta esperar, decidirme por el veneno o la escopeta, tratar de no pensar en usted, para que nadie justifique mi muerte ni la clasifique como una más de sus fantasías, porque como le digo Paola, todo lo que me sucede es estrictamente su culpa.

Kiny

Saturday, December 17, 2005

EL SECRETO DE KILKJAER

Cuando Horace Kilkjaer volvió de su última expedición al África estaba ostensiblemente demacrado y había perdido mucho peso. Todos sus compañeros habían muerto sin una explicación razonable en la fatídica travesía por las enrevesadas junglas africanas.

A diferencia de las expediciones anteriores, en esta Kilkjaer sólo trajo un pequeño baúl de caoba negra que no dejaba de apretar en sus brazos con una persistencia absurda. Cuando descendió de la embarcación intenté, como era mi costumbre, aligerarlo de su carga, pero con su fiera mirada fue suficiente para que replegara mis primarias intenciones. Con estoica resignación conduje el auto que nos llevaría a la antigua mansión en la campiña inglesa, propiedad de Kilkjaer.

Una vez llegamos, Horace Kilkjaer se encerró en el sótano de la mansión y no lo volví a ver nunca con vida, me limitaba a llevar sus alimentos hasta la última escalera del sótano, y recoger los platos vacíos una hora después en el mismo lugar. Su esposa era un ser taciturno y sombrío que recorría la estancia como un fantasma y no hablaba con nadie, salvo con las flores.

Unos meses después, en una noche de otoño, escuche un aullido espantoso, seguido por unos alaridos que me invadieron de terror. Cuando llegué a la sala, encontré el cuerpo de la señora Kilkjaer completamente desollado y con el estomago abierto en un corte de mariposa. Presa del pánico, tome su cadáver y lo enterré como pude en el jardín. No mencioné nada de ello a Kilkjaer por dos razones, porque le temía a muerte y porque hubiese comportado una perfecta inutilidad.
Hoy volví a escuchar el horrible aullido y también los gritos de dolor. Seguí el rastro de sangre y hallé en las escaleras que conducen al sótano el cuerpo desollado de Horace Kilkjaer. Me encerré, presa del pánico, en el sótano. Sobre el pequeño escritorio estaban el pequeño baúl de caoba abierto, la libreta de viajes de Kilkjaer (que es prolija en horrores), y la máquina de escribir donde redacto este testimonio. Quisiera contarles algunos de los hechos sobrenaturales que leí en la libreta sobre esa horrenda criatura, pero siento que arañan la puerta y el aullido del otro lado se hace insoportable y me obliga a dejar de escribir...

Thursday, December 01, 2005

EL FRÍO DE LA NOCHE (Cuento)

No temerás el terror nocturno,
Ni saeta que vuele de día,
Ni pestilencia que ande en la oscuridad,
Ni mortandad que en medio del día destruya.
Salmo 91


La noche cayó sobre Bucaramanga a las diez y cinco de la mañana.

Empezó con una bruma imprecisa que luego de algunos minutos se transformo en una niebla lechosa y espesa. Al cabo de media hora no quedaban rastros del sol y la temperatura había caído vertiginosamente a cuarenta grados bajo cero. Bajo el cielo ahora oscuro empezaban a caer gotas de lluvia heladas, casi granizo, y bailando entre ellas ya aparecían algunos copos de nieve.
El caos automovilístico no se hizo esperar, las incesantes bocinas seguidas de los sonidos agudos y siempre alarmantes de las frenadas intempestivas, y finalmente del sonido seco del golpe de las latas, se apoderaron de los tranquilos sonidos de la antes apacible mañana. Los carros se deslizaban frenéticamente sobre la fina capa de hielo que rápidamente se formo sobre el asfalto ante el asombro de sus conductores desesperados que hundían con una violencia inútil el pedal del freno.

Yo iba en un bus no muy lejos de mi casa, a unos 3 kilómetros de distancia. A pesar de la incomodidad en que íbamos, y del calor que todas esas personas apiñadas dentro de una lata transpiraban, empezamos a temblar del frío. La respiración de todos formaba un vapor blanco y fantasmal dentro del viejo bus. Una joven mujer con un bebe en brazos rompió en llanto y con una angustia desesperada clamaba a gritos que alguien la auxiliara, que su bebe se veía enfermo. Era inútil. El pequeño infante yacía rígido ante el frío inclemente y sus labios ya estaban tinturados de un color purpúreo, y su pequeña barriguita ya no se movía verticalmente para tratar de respirar, sus pulmones se habían resistido a seguir respirando ese aire helado y malsano que se colaba entre cada remache y subía congelando hasta el último tornillo del bus.
El pánico cundió con rapidez entre los presentes, pues todos comprendíamos que la muerte viajaba con nosotros. Después de algunos minutos un señor no muy viejo con un bigote muy espeso tomo la vocería por todos los pasajeros del bus. Dijo que el vivía más hacia al sur, y, que si íbamos en un grupo no muy grande, los que vivíamos por esa ruta podríamos volver a nuestras casas a sobrevivir o a morir. Todos escucharon con atención en medio de la tensa calma y el desasosiego que se sentía dentro de aquel vehículo, todos menos la joven mujer que en medio de un profuso llanto seguía acariciando y hablándole unos mimos sin sentido al cuerpo inerte de su hijo.

Formamos, bajo el mando del hombre del bigote, un grupo de unas ocho personas. Como pudimos fabricamos orejeras y guantes con papel y con todo lo que teníamos a la mano: cables y cuerina de los asientos nos ayudaron en nuestra arriesgada empresa.
Descendimos del autobús y echamos a andar por toda la autopista a un paso muy lento, pues nuestras ropas, a pesar de las modificaciones realizadas, no eran suficientes para luchar contra ese frío terrible que había caído del cielo inesperadamente en la ciudad.
El espectáculo era desolador, había gente muerta por doquier. Unos a causa del frío terrible, y otros por los accidentes automovilísticos que se suscitaron cuando cayó la oscura noche en medio del día. De mis otros compañeros de bus no tengo información, me imagino que al igual que yo y mi grupo, formarían otras células para lograr sobrevivir en medio de la helada ciudad. En medio de la marcha me llamó la atención un volkswagen muy viejo con una pareja de ancianos muy quietos como estatuas ancestrales. No se si aún vivirían, pero si era así, estaba seguro que con prontitud iban a morir. La señora recostaba su cabeza sobre el hombro de su viejo compañero, mientras que este a su vez, se recostaba hacia atrás en el apoya cabezas del vehículo.

El frío se fue haciendo cada vez más intenso. Las ventanas cristalizadas estallaban ahora con facilidad debido a las ráfagas de lluvia congelada que las golpeaban con una violencia absurda. Volví mi cabeza y vi que las ventanas del volkswagen habían desaparecido, y que los mortíferos dardos de hielo se enterraban sin consideraciones en los rostros de los dos ancianos. Con seguridad las garras de la muerte ya les había arrebatado el espíritu a aquellos dos inmóviles y centenarios cuerpos.

Note que varias de aquellas ágiles saetas habían roto mi pantalón y se habían enterrado en mi espinilla. Advertí que no me causaba dolor alguno, por lo que comprendía que había perdido la sensibilidad de la rodilla para abajo. Tal vez cuando todo esto pasara debían amputármela para que la gangrena del pie inútil no subiera pierna arriba pudriéndome rápidamente por dentro todas mis entrañas. El pie me servía para caminar como si fuera un bastón: Estaba tan congelado que servía únicamente como punto de apoyo para mi tambaleante cuerpo. Empecé a golpear con una violencia voraz mi otra pierna para que no le fuese a suceder lo mismo y entonces quedar a merced del frío más atroz que había sentido en toda mi vida.

De mi grupo quedábamos seis personas, los otros dos, habían tenido una discusión con el líder del bigote y se habían desviado por una vía alterna. Una o dos veces nos encontramos con un grupo de peregrinos de la nieve como nosotros. Uno por uno nos mirábamos las caras sin musitar palabra. Las cejas eran una pesada masa de pelos congelados que iba cubriendo con rapidez la frente. Continuamente había que frotarse el rostro para no perder la visión por completo. Llorar hubiese sido la idea más nefasta, aunque todos sentíamos la necesidad de hacerlo. No me imagino cómo hubiese sido el dolor al sentir las gotas largas y duras que debían salir congeladas de los ojos.

A eso de un kilómetro de casa me encontré tirada en la nieve una figura que se me hizo familiar. Reconocía la chaqueta caqui con coderas marrones que había visto durante los últimos meses. Se trataba de mi primo, quien vivía en mi casa también. Yacía boca arriba con los ojos y la boca muy abiertos en un horroroso gesto de inexplicable sorpresa rígida. Un gato demoníaco se enroscaba bajo su chaqueta, procurándose un poco más de abrigo que el que su propio pelaje podía propiciarle. Muy seguramente cuando el calor corporal abandonara por completo el cuerpo exánime de mi primo, la horrible criatura irracional iría a refugiarse bajo otro cadáver reciente de los cientos que se podían encontrar al paso de aquella autopista gélida de la muerte.
De nuevo quise llorar pero me domine con la idea de que si no quería seguir la suerte de mi querido primo, era necesario llegar a casa a como diera lugar. Como único homenaje pateé el gato que maulló una secreta maldición y huyó a toda prisa de mi vista.

En todo esto me había quedado un poco atrás del grupo, circunstancia que me llenó de pánico ya que no podía acelerar el paso debido a mi ya completamente inútil y terca extremidad. Intente gritar, pero de mi garganta sólo subió un ronquido apagado y frío, prueba fehaciente de que mis cuerdas bucales comenzaban a sufrir las consecuencias del frío, y que hablar y gritar no comportaban solamente una perfecta inutilidad, sino un peligro evidente de perder con gran facilidad y para siempre mi preciada habla.
Por fortuna uno de mis compañeros volvió su cabeza y me vio en tan cercana lejanía. Primero aminoró la marcha y después se detuvo por completo, alma bondadosa dispuesta a esperarme a mi, que sólo y con mi pierna deficiente, hubiese muerto inevitablemente sobre esa interminable blancura.

Cuando le alcancé, nuestros labios no pronunciaron una sola silaba, pero nos sostuvimos largamente una mirada de agradecimiento y de comprensión, mirada que no olvidare jamás.

Lo terrible de todo esto era que habíamos quedado irremediablemente rezagados de nuestro pequeño grupo de supervivencia. Caminamos lentamente con mi compañero hasta que perdimos completamente de vista a los demás. La niebla era cada vez más densa y el alumbrado público no era de gran ayuda en medio de la terrible noche, la nieve constante y la bruma maldita. En un momento me di cuenta que el frío se me iba subiendo desde los pies por los huesos y ligamentos. Escuche un constante crujido cada vez que apoyaba mi pie congelado, y entendí que los huesos, uno por uno, se iban fracturando al ritmo de mi caminar. Sentía las manos entumecidas, doblar los dedos se convertía, a cada segundo, en una empresa muy difícil, casi imposible. Se apoderó de mi una desesperación histérica, y empecé a mover los brazos con violencia para golpearlos contra los flancos de mi cuerpo, con la firme convicción de que esto devolvería la movilidad a mis cada vez más rígidos dedos.

Comprendí que todo esto era inútil, y que dios me perdone, no quedaba más que una salida. Mire a mi compañero, que seguía caminando tranquilamente como un parsimonioso y perdido hombre de las nieves, y desee con odio poseer sus condiciones físicas, que le mantenían, a pesar del hielo, sus extremidades completas. Con sevicia me acerque desde atrás, y habiéndome proveído de algo que parecía ser un pedazo de exhosto que encontré tirado entre la nieve, le aseste con violencia un golpe en la cabeza y el hombre cayo inmediatamente muerto sobre la nívea autopista. Le di vuelta a su cuerpo y con la pluma que tenía en el bolsillo le abrí el pecho en un corte de mariposa. Con una atroz sonrisa, y embriagado por una felicidad malsana y reprochable, introduje mis manos, como lo haría un niño en un frasco de caramelos, entre los órganos vitales de mi compañero de desgracia, el único que me había esperado y al que yo, guiado más por el instinto que por la razón, había asesinado para obtener un poco de calor.
Estuve así cerca de media hora hasta que recupere por completo la movilidad de mis manos. Abandoné mi macabra y cadavérica calefacción por dos motivos, debía llegar a casa, y además, el cuerpo inanimado comenzaba ya a enfriarse a causa de los rigores de la muerte.

Seguí caminando solo y fatigado, reprochándome ahora la inutilidad de la muerte de mi compañero. Esa muerte, con seguridad, me llevaría a un trágico destino. Como un sonámbulo llegue al cabo de otra hora a mi casa, me cuentan que deliraba y que de mi boca sólo salían disparates e incoherencias. Mi familia, junto con otras, se había refugiado del frío inteligentemente en el garaje del edificio. Cuando volví a mi cordura, note que mi padre había encendido una hoguera para calentarnos, y que alimentaba sus brasas con los asientos, tapetes y demás accesorios del carro, así como de los papeles que contenía su maletín, el cual siempre permanecía, por fortuna, en el auto.
Vi que mi hermana, ella tiene cinco años, estiraba sus pequeñas y delicadas manos hacia el fuego bendito que mi padre nos prodigaba. Vi que encima de sus ropas estaba abrigada por una especie de pelaje, que no tarde en notar que se trataba del pellejo del perro de casa.

Así trascurrieron las horas, mi padre y yo nos turnábamos para alimentar el fuego que con el paso del tiempo hacía amagues de debilitarse y morir, dejándonos condenados en el frío terrible a una muerte segura. Después unos vecinos se acercaron y colaboraron, tanto alimentado el fuego, como recibiendo de su calor revitalizador, y echaban dentro de el todas las pertenencias que pudiesen arder fácilmente y no apagasen la llama. Agotado, después de una horrorosa travesía en medio de la atmósfera helada, y también después de colaborar alimentando el fuego salvador, finalmente me quede dormido en los brazos de mi madre.

Al otro día salió el sol.


Kiny