Thursday, December 01, 2005

EL FRÍO DE LA NOCHE (Cuento)

No temerás el terror nocturno,
Ni saeta que vuele de día,
Ni pestilencia que ande en la oscuridad,
Ni mortandad que en medio del día destruya.
Salmo 91


La noche cayó sobre Bucaramanga a las diez y cinco de la mañana.

Empezó con una bruma imprecisa que luego de algunos minutos se transformo en una niebla lechosa y espesa. Al cabo de media hora no quedaban rastros del sol y la temperatura había caído vertiginosamente a cuarenta grados bajo cero. Bajo el cielo ahora oscuro empezaban a caer gotas de lluvia heladas, casi granizo, y bailando entre ellas ya aparecían algunos copos de nieve.
El caos automovilístico no se hizo esperar, las incesantes bocinas seguidas de los sonidos agudos y siempre alarmantes de las frenadas intempestivas, y finalmente del sonido seco del golpe de las latas, se apoderaron de los tranquilos sonidos de la antes apacible mañana. Los carros se deslizaban frenéticamente sobre la fina capa de hielo que rápidamente se formo sobre el asfalto ante el asombro de sus conductores desesperados que hundían con una violencia inútil el pedal del freno.

Yo iba en un bus no muy lejos de mi casa, a unos 3 kilómetros de distancia. A pesar de la incomodidad en que íbamos, y del calor que todas esas personas apiñadas dentro de una lata transpiraban, empezamos a temblar del frío. La respiración de todos formaba un vapor blanco y fantasmal dentro del viejo bus. Una joven mujer con un bebe en brazos rompió en llanto y con una angustia desesperada clamaba a gritos que alguien la auxiliara, que su bebe se veía enfermo. Era inútil. El pequeño infante yacía rígido ante el frío inclemente y sus labios ya estaban tinturados de un color purpúreo, y su pequeña barriguita ya no se movía verticalmente para tratar de respirar, sus pulmones se habían resistido a seguir respirando ese aire helado y malsano que se colaba entre cada remache y subía congelando hasta el último tornillo del bus.
El pánico cundió con rapidez entre los presentes, pues todos comprendíamos que la muerte viajaba con nosotros. Después de algunos minutos un señor no muy viejo con un bigote muy espeso tomo la vocería por todos los pasajeros del bus. Dijo que el vivía más hacia al sur, y, que si íbamos en un grupo no muy grande, los que vivíamos por esa ruta podríamos volver a nuestras casas a sobrevivir o a morir. Todos escucharon con atención en medio de la tensa calma y el desasosiego que se sentía dentro de aquel vehículo, todos menos la joven mujer que en medio de un profuso llanto seguía acariciando y hablándole unos mimos sin sentido al cuerpo inerte de su hijo.

Formamos, bajo el mando del hombre del bigote, un grupo de unas ocho personas. Como pudimos fabricamos orejeras y guantes con papel y con todo lo que teníamos a la mano: cables y cuerina de los asientos nos ayudaron en nuestra arriesgada empresa.
Descendimos del autobús y echamos a andar por toda la autopista a un paso muy lento, pues nuestras ropas, a pesar de las modificaciones realizadas, no eran suficientes para luchar contra ese frío terrible que había caído del cielo inesperadamente en la ciudad.
El espectáculo era desolador, había gente muerta por doquier. Unos a causa del frío terrible, y otros por los accidentes automovilísticos que se suscitaron cuando cayó la oscura noche en medio del día. De mis otros compañeros de bus no tengo información, me imagino que al igual que yo y mi grupo, formarían otras células para lograr sobrevivir en medio de la helada ciudad. En medio de la marcha me llamó la atención un volkswagen muy viejo con una pareja de ancianos muy quietos como estatuas ancestrales. No se si aún vivirían, pero si era así, estaba seguro que con prontitud iban a morir. La señora recostaba su cabeza sobre el hombro de su viejo compañero, mientras que este a su vez, se recostaba hacia atrás en el apoya cabezas del vehículo.

El frío se fue haciendo cada vez más intenso. Las ventanas cristalizadas estallaban ahora con facilidad debido a las ráfagas de lluvia congelada que las golpeaban con una violencia absurda. Volví mi cabeza y vi que las ventanas del volkswagen habían desaparecido, y que los mortíferos dardos de hielo se enterraban sin consideraciones en los rostros de los dos ancianos. Con seguridad las garras de la muerte ya les había arrebatado el espíritu a aquellos dos inmóviles y centenarios cuerpos.

Note que varias de aquellas ágiles saetas habían roto mi pantalón y se habían enterrado en mi espinilla. Advertí que no me causaba dolor alguno, por lo que comprendía que había perdido la sensibilidad de la rodilla para abajo. Tal vez cuando todo esto pasara debían amputármela para que la gangrena del pie inútil no subiera pierna arriba pudriéndome rápidamente por dentro todas mis entrañas. El pie me servía para caminar como si fuera un bastón: Estaba tan congelado que servía únicamente como punto de apoyo para mi tambaleante cuerpo. Empecé a golpear con una violencia voraz mi otra pierna para que no le fuese a suceder lo mismo y entonces quedar a merced del frío más atroz que había sentido en toda mi vida.

De mi grupo quedábamos seis personas, los otros dos, habían tenido una discusión con el líder del bigote y se habían desviado por una vía alterna. Una o dos veces nos encontramos con un grupo de peregrinos de la nieve como nosotros. Uno por uno nos mirábamos las caras sin musitar palabra. Las cejas eran una pesada masa de pelos congelados que iba cubriendo con rapidez la frente. Continuamente había que frotarse el rostro para no perder la visión por completo. Llorar hubiese sido la idea más nefasta, aunque todos sentíamos la necesidad de hacerlo. No me imagino cómo hubiese sido el dolor al sentir las gotas largas y duras que debían salir congeladas de los ojos.

A eso de un kilómetro de casa me encontré tirada en la nieve una figura que se me hizo familiar. Reconocía la chaqueta caqui con coderas marrones que había visto durante los últimos meses. Se trataba de mi primo, quien vivía en mi casa también. Yacía boca arriba con los ojos y la boca muy abiertos en un horroroso gesto de inexplicable sorpresa rígida. Un gato demoníaco se enroscaba bajo su chaqueta, procurándose un poco más de abrigo que el que su propio pelaje podía propiciarle. Muy seguramente cuando el calor corporal abandonara por completo el cuerpo exánime de mi primo, la horrible criatura irracional iría a refugiarse bajo otro cadáver reciente de los cientos que se podían encontrar al paso de aquella autopista gélida de la muerte.
De nuevo quise llorar pero me domine con la idea de que si no quería seguir la suerte de mi querido primo, era necesario llegar a casa a como diera lugar. Como único homenaje pateé el gato que maulló una secreta maldición y huyó a toda prisa de mi vista.

En todo esto me había quedado un poco atrás del grupo, circunstancia que me llenó de pánico ya que no podía acelerar el paso debido a mi ya completamente inútil y terca extremidad. Intente gritar, pero de mi garganta sólo subió un ronquido apagado y frío, prueba fehaciente de que mis cuerdas bucales comenzaban a sufrir las consecuencias del frío, y que hablar y gritar no comportaban solamente una perfecta inutilidad, sino un peligro evidente de perder con gran facilidad y para siempre mi preciada habla.
Por fortuna uno de mis compañeros volvió su cabeza y me vio en tan cercana lejanía. Primero aminoró la marcha y después se detuvo por completo, alma bondadosa dispuesta a esperarme a mi, que sólo y con mi pierna deficiente, hubiese muerto inevitablemente sobre esa interminable blancura.

Cuando le alcancé, nuestros labios no pronunciaron una sola silaba, pero nos sostuvimos largamente una mirada de agradecimiento y de comprensión, mirada que no olvidare jamás.

Lo terrible de todo esto era que habíamos quedado irremediablemente rezagados de nuestro pequeño grupo de supervivencia. Caminamos lentamente con mi compañero hasta que perdimos completamente de vista a los demás. La niebla era cada vez más densa y el alumbrado público no era de gran ayuda en medio de la terrible noche, la nieve constante y la bruma maldita. En un momento me di cuenta que el frío se me iba subiendo desde los pies por los huesos y ligamentos. Escuche un constante crujido cada vez que apoyaba mi pie congelado, y entendí que los huesos, uno por uno, se iban fracturando al ritmo de mi caminar. Sentía las manos entumecidas, doblar los dedos se convertía, a cada segundo, en una empresa muy difícil, casi imposible. Se apoderó de mi una desesperación histérica, y empecé a mover los brazos con violencia para golpearlos contra los flancos de mi cuerpo, con la firme convicción de que esto devolvería la movilidad a mis cada vez más rígidos dedos.

Comprendí que todo esto era inútil, y que dios me perdone, no quedaba más que una salida. Mire a mi compañero, que seguía caminando tranquilamente como un parsimonioso y perdido hombre de las nieves, y desee con odio poseer sus condiciones físicas, que le mantenían, a pesar del hielo, sus extremidades completas. Con sevicia me acerque desde atrás, y habiéndome proveído de algo que parecía ser un pedazo de exhosto que encontré tirado entre la nieve, le aseste con violencia un golpe en la cabeza y el hombre cayo inmediatamente muerto sobre la nívea autopista. Le di vuelta a su cuerpo y con la pluma que tenía en el bolsillo le abrí el pecho en un corte de mariposa. Con una atroz sonrisa, y embriagado por una felicidad malsana y reprochable, introduje mis manos, como lo haría un niño en un frasco de caramelos, entre los órganos vitales de mi compañero de desgracia, el único que me había esperado y al que yo, guiado más por el instinto que por la razón, había asesinado para obtener un poco de calor.
Estuve así cerca de media hora hasta que recupere por completo la movilidad de mis manos. Abandoné mi macabra y cadavérica calefacción por dos motivos, debía llegar a casa, y además, el cuerpo inanimado comenzaba ya a enfriarse a causa de los rigores de la muerte.

Seguí caminando solo y fatigado, reprochándome ahora la inutilidad de la muerte de mi compañero. Esa muerte, con seguridad, me llevaría a un trágico destino. Como un sonámbulo llegue al cabo de otra hora a mi casa, me cuentan que deliraba y que de mi boca sólo salían disparates e incoherencias. Mi familia, junto con otras, se había refugiado del frío inteligentemente en el garaje del edificio. Cuando volví a mi cordura, note que mi padre había encendido una hoguera para calentarnos, y que alimentaba sus brasas con los asientos, tapetes y demás accesorios del carro, así como de los papeles que contenía su maletín, el cual siempre permanecía, por fortuna, en el auto.
Vi que mi hermana, ella tiene cinco años, estiraba sus pequeñas y delicadas manos hacia el fuego bendito que mi padre nos prodigaba. Vi que encima de sus ropas estaba abrigada por una especie de pelaje, que no tarde en notar que se trataba del pellejo del perro de casa.

Así trascurrieron las horas, mi padre y yo nos turnábamos para alimentar el fuego que con el paso del tiempo hacía amagues de debilitarse y morir, dejándonos condenados en el frío terrible a una muerte segura. Después unos vecinos se acercaron y colaboraron, tanto alimentado el fuego, como recibiendo de su calor revitalizador, y echaban dentro de el todas las pertenencias que pudiesen arder fácilmente y no apagasen la llama. Agotado, después de una horrorosa travesía en medio de la atmósfera helada, y también después de colaborar alimentando el fuego salvador, finalmente me quede dormido en los brazos de mi madre.

Al otro día salió el sol.


Kiny

3 Comments:

Blogger Otro maldito día de frustraciones de loco said...

¿Vos vives en Bucaramanga?
Me gusta la forma en que describes el contexto, como que uno realmente se hace una imagen en la cabeza no sólo de cosas físicas, tenés un estilo vacano para describir.
¿Este cuento es una fantasía o una pesadilla, o un miedo secreto?
GUau, excelente, me gustó mucho y me entretuvo un buen rato.
Y mira a ver si continuas con el hilo con el que empezaste la historia que aún no se me ha extinguido la curiosidad...
Saludos

2:19 PM  
Blogger kiny said...

Laura, en primer lugar, gracias, en segundo,si, si vivo en Bucaramanga, y por último, ya que estoy en vacaciones voy a continuar con la historia aquella, y a retomarla más seguido.

3:14 PM  
Blogger Mr Brightside said...

Ya me estoy actualizando Kiny, luego de una jornada de 24 de Diciembre que jamás olvidaré por la jincha que nos pegamos.

Y hermano, la historia está mu apocalíptica. Tal vez la relaciono con el frío que últimamente posee a la humanidad, el frío de los corazones. Tal vez es en efecto una imagen del apocalipsis, tal vez como dice Laura es sólo un miedo. Pero el hecho es que nos trasportó a tan macabro escenario; y que al final haya salido el sol, pues es como todo lo del mundo; con algo de esperanza...

Saludos B atch

1:23 PM  

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