Saturday, June 16, 2007

No sirvo para nada

(de la serie de relatos "me fumo un porro para que no me duela")
Las horas pasaban lentas y estorbaban igual que un cadáver de cucaracha bajo la cama. El pronóstico de la tristeza jamás fallaba y se proyectaba en las nubes grises e informes del horizonte que arremetían contra las ventanas en una llovizna tenue, fría y fastidiosa. Silvia se alejaba, lo que me hacía un poco más amigo de esa botella de vino barato. Me acosaba la angustia de no poder concluir nada, ese beso imposible era la síntesis de la inutilidad de una vida; cada palabra pronunciada escondía la certeza de un suicidio silencioso y lejano. Por las noches me embriagaba esperando que al final de cada botella estuviera la solución, como si cada trago me fuera a sugerir la respuesta de algo que no me preguntaba pero que yacía ahí dentro, dormido como una rana muerta estripada en el pavimento del alma. A veces era la llamada a Adriana en la madrugada cuando mi voz era ininteligible, pero ella se había quedado atrás (o adelante¿?), con su trabajo y sus bares de precios inalcanzables. A veces venía a rescatarme en el filo de la noche, invitándome a un café con sus ojos de extraña, como cumpliendo un compromiso que ya casi no la obligaba. Me sentía vacío y culpé mil veces a la ciudad que no tenía más que ofrecerme, sólo licores baratos y amaneceres en un parque rodeado de gamines y drogadictos, gente que no era muy diferente a mí. Pero cualquier lugar del mundo hubiése dado igual, la impotencia estaba tan pegada a mí y era tan enferma como mi hígado maltratado por las interminables batallas de la noche. Pensé en ir a parís o a alguna ciudad extraña y lejana donde pudiera echarme a morir tranquilo y le devolvieran el cadáver a mis padres como si se tratara de cualquier otra encomienda vía Fed-ex. Un bojote exánime envuelto en una bolsa negra culminando aquella historia que nunca debió haber sido escrita. Los dioses son tan crueles. Cuando Silvia me conoció yo ya era así y por eso siempre callaba sus reproches. Yo la quería y a ella eso le bastaba, pero le enfermaba mi elección autodestructiva que no conducía a ninguna esquina diferente. Amargas son las realidades y la felicidad es una entelequia casi igual al dinero. Todos me llamaban rebelde pero es imposible ser rebelde si no intentas destruir nada, si no te aferras a algo concreto. A mi no me interesaba nada en absoluto y si actuaba así daba lo mismo que mear en un orinal de tienda pobre. Terminé una carrera y cuando salí de la ceremonia de grado lúgubre como un velorio o un tamal frío, le obsequié el pedazo de cartón amarillo y lujoso a un vagabundo que siempre andaba ebrio en las palmas y no hacía otra cosa en la vida que mendigar alcohol con sus ojos vidriosos de persona muerta. –toma- le dije, -tal vez tu puedas desempeñarte en esto mejor que yo-. Le serví un trago de aguardiente en su vaso nauseabundo y se alejó dando tumbos por la acera, mirando a quién podría darle el próximo sablazo. Así que decidí ir a Bogotá unos meses, por la misma razón que hubiése ido a las vegas o a puerto wilches. Cuando llegué me embargó la sensación tranquilizadora de la indiferencia. No era más que un trozo de mierda en medio de una diarrea imparable. Allá estuve algún tiempo sin encontrar nada porque no sabía exactamente qué era lo que andaba buscando. Aún no lo se. Me hospedé donde me iban recibiendo entre familiares, viejos amigos y nuevos conocidos. Me gustaba el frío, los lugares sórdidos y el cine barato y rebuscado. Cuando mis padres dejaron de enviarme dinero regresé derrotado aunque de antemano sabía que no iba buscando ninguna clase de triunfo. Duré varias semanas tumbado en la cama como un enfermo terminal. Llené la mesa de noche de una pila de libros que no fui capáz de terminar. Cada párrafo era Silvia o Adriana o el lejano cuello de Sandra sentada en la silla de enfrente en clase de francés. Yo siempre quise sorprenderla con un mordisco de vampiro moribundo y desesperado sentado en una campana al borde del amanecer; pero como siempre mis proyectos no dejaban de ser ensueños de borracho irredimible. Cuando me lancé a la calle de nuevo todos parecían muy felices de verme y alcancé a sentir en el fondo algo parecido a la alegría, como un gargajo que sube de los pulmones a la garganta pero que se niega tercamente a salir. La soledad siguió siendo la misma y nadie parecía notar la angustia en mis ojos envejecidos; tampoco me atrevía yo a hablar con nadie de ello. Siempre me había preciado de ser un tipo duro de espíritu y de semblante feliz. Silvia volvió como se tiene que volver al baño; una necesidad no es algo que desees hacer, es algo que estás obligado a hacer. Volvimos a los mismos bares y a los mismos amigos y a las noches inundadas de alcohol que parecían no tener final. Ahora eso me parece ya tan lejano; Silvia se fue con sus labios y sus caderas y su olor y yo sigo callándome las preguntas.
De algo estaba seguro y era que no quería una vida de trabajo de 10 horas diarias después de los cincuenta, prefería morir con frío en una alcantarilla o abrazado a una puta asesina que me clavara un puñal en la espalda para birlarme los miserables veinte mil pesos que cargaba en la billetera con olor a culo. Algunos amigos tuvieron hijos siendo jóvenes y eso les cambió la vida. Yo no entendía muy bien cómo un feto recién alumbrado era capaz de despojar a una persona de egoismo. El milagro de la vida parecía algo traído de los cabellos y resultaba fantástico y asombroso. A mí me importó un prepucio de caballo y aunque me enternecía jugar con los pequeños me percaté que no podía pasar junto a ellos más de dos horas. Prefería observar con morbo indecente como un enfermo violador cuando eran alimentados por sus madres jóvenes y rozagantes, con ese brillo y alegría de madre neófita que no advierte la serpiente venenosa que le viene subiendo pierna arriba. Ellos se quedaron en algo parecido al recuerdo. A veces me los encontraba y nos tomabamos unas cervezas o nos sentábamos a fumar, y ya se notaba el cambio operado; la diferencia entre su rostro de futuro por costruir y mis ropas andrajosas de desesperanza, olvido y pasado estancado. Dejé de verme con Silvia tan seguido. Nunca la había llamado pero nuestros encuentros en la calle eran tan frecuentes como casuales; tenían un ligero aire a Oliveira y la Maga; claro está, con la diferencia de que vivíamos en una ciudad pequeña y caliente donde gente como nosotros estaba obligada a hacer siempre lo mismo. Los atardeceres eran tan hermosos como inútiles, y la vida se disolvía en esos tintes naranjas y púrpuras. Me molestaba la rutina aunque dentro de ese esquema informe las fronteras de la rutina nunca estuvieron muy bien definidas. Con mis padres no me veía sino para almorzar los domingos, porque me despertaba muy tarde, cuando ellos estaban trabajando y luego salía y no regresaba hasta mucho después de que se hubieran dormido. A mi hermana la ciudaban como un buda de oro para que no se tropezara en el camino y se rompiera como una porcelana frágil. Ellos no sabían qué había pasado conmigo y no dejaban de sentirse culpables. Se esforzaban inútilmente por moldearla según lo estbalecido, sin darse cuenta que cuando la voluntad es inquieta puede romper los barrotes más fuertes. Un pájaro vuela por instinto al igual que un perro sodomiza a cualquier perro sin vergüenza alguna. Llegó ese punto triste en que los ojos no brillan sino son simplemente la expresión sombría de una disculpa que los labios no anhelan pronunciar. Silvia andaba muy inquieta y yo la comprendía en silencio. Decidí refugiarme en casa algunas semanas para que ella encontrara lo que estaba buscando y se olvidase de mi vida de tufo y guayabo. Nunca fuimos muy buenos diciéndonos las cosas y por eso era mejor que todo pasara así como la tierra gira gorda y perezosa, o como un anciano lee los obituarios del periódico y se inquieta porque presiente la muerte cercana. Algún tiempo después la vi de la mano con un tipejo gordo y pulcramente vestido. Nuestras miradas se cruzaron con la indiferencia del conductor de bus que devuelve unas monedas al pasajero. Era mejor así, ahora estaba nuevamente solo y más perdido que nunca. Cuando te acostumbras a una persona y te deja se siente como debe sentirse que te extirpen un pulmón o te amputen un testículo sin anestesia. Como no tenía idea alguna de lo que debía hacer, frecuenté bares en los que hubieran toques y descargaba mi energía repartiendo patadas impunemente a los que se me atravesaran en el camino. También recibía muchos golpes certeros. Al final de esas noches solía hallarme un amanecer estúpido en medio de una melancolía pálida y cansada. Traté de volver a los amigos pero por alguna razón que no logro explicarme resultó imposible. Pensé en regresar a clases de francés y propinarle al cuello de Sandra un mordisco certero pero las fuerzas no me asistieron. Je ne peux faire rien maintenant. Traté de volver a los libros también pero ahora más que nunca se me hacían una asfixia inexpugnable de Silvia; Adriana ya había saldado su deuda moral y no se sentía atada a compromiso alguno. Pasaba días encerrado llorando como una loca descontrolada y rascándome las pelotas sucias y arrugadas. Eso se me hace ya un poco viejo y anacrónico. Aún sigo siendo el mismo pero ahora volví a esa búsqueda inútil, soy tan pusilánime que aún confío encontrar algún tipo de respuesta. Ahora estoy de nuevo ahí afuera, tratando de encontrar unos ojos. Tus ojos.


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