ANGUSTIA (fragmentada)
El mundo era un lugar violento, era difícil sobrevivir en él; porque la gente ya no vivía, sobrevivía a las horas inacabables y a las circunstancias por lo general adversas. La intolerancia se sentía como un animal que acecha en la selva, callado pero siempre presto al ataque. La gente, que siempre había permanecido en un estado de demencia moderada, parecía regodearse ahora recreando episodios sangrientos y anacrónicos de las luchas medievales más sórdidas. Civilización, no existe tal cosa. Las religiones no se daban tregua y los fieles se mataban unos a otros como hermanos; empeñándose todos inútilmente y con un esfuerzo que causaba risa en que el mundo entero reconociera el nombre de su dios como único, supremo, omnisciente y todopoderoso. Los católicos eran gente realmente peligrosa. Predicaban a manos llenas su doble moral según la cual puedes hacer lo que se te antoje siempre y cuando los demás no se den cuenta de ello. Hombres ilustres merecían el respeto de todos por su conducta intachable, su ética incorruptible y su vasto catálogo de valores; eran verdaderos ejemplos a seguir. Era tanta su responsabilidad que cuando llegaban a casa estaba bien que golpearan a sus esposas alcohólicas y con trastornos alimenticios; y tuvieran sexo con sus hijas de 8 y 12 años, mientras el varoncito de la casa ignoraba todo lo que sucedía gracias a la fabulosa técnica de oler diluyente de pintura con una regularidad más bien nociva para la salud de su cerebro.
Unos señores de barbas muy largas y pieles cuarteadas por el sol del desierto profesaban desde cuevas perdidas y envueltos en sabanas que les cubrían todo el cuerpo hasta la cabeza amenazas funestas en lenguas olvidadas. Los aviones se estrellaban contra los edificios con lujo de fuego y sangre en escenas dignas de una producción multimillonaria de Holliwood. Nacían bebes como si se tratara de una fábrica de producción en línea, fruto de la inconciencia y el espíritu de lujuria que la violencia despertaba en la gente, que se revolcaba libidinosamente como adictos padeciendo el síndrome de abstinencia. Para equilibrar la balanza, nos matábamos unos a otros con inusitada frecuencia y sin consideración. Además, teníamos unas buenas enfermedades jugando de nuestro bando. El cáncer era un gran aliado, día tras día cobraba cientos de víctimas, era una excelente arma de destrucción masiva. A nosotros todo aquello nos importaba muy poco y cada noticia macabra era una rutina igual que comer y cagar. Mientras unas pipetas de gas rompían contra una iglesia chocoana llena de negritos famélicos y priapistas que vivían del hambre y el olvido, escuchábamos sin atención a la vez que nos emborrachábamos sin remedio y caíamos en el saludable y autosuficiente vicio de la masturbación compulsiva. Nuestra generación, si es que tal nombre le merece a un montón de gente abúlica y viciosa, ya no se dejaba engañar con la absurda promesa del futuro. Por el contrario, colaboraba con fervor en la carrera autodestructiva que había emprendido la humanidad desde el principio mismo de los tiempos. El aprecio por ese orden caótico era propio de una sociedad egoísta y pseudo-autista que desconocía desde hacía tiempo el significado de palabras como “dolor”, “piedad” y compasión”. Todos eran borrachos y una buena cantidad consumía toda clase de drogas; algunos se aferraban a paliativos tipo placebo de la conciencia y el alma como el vegetarianismo y el ambientalismo; otros comíamos de todo y a toda hora y nos regodeábamos ante un buen plato de frijoles con garra. La gente vivía bajo el estímulo único de que la muerte fiel y justiciera habría de llegar para todos tarde o temprano. Las calles parecían hormigueros donde el frenetismo y la euforia electrizaban el aire y te ponían los pelos de punta. El homicidio, como decía W. S. Burroughs era una moda no sólo nacional, era una encomiable tendencia mundial fundada en la certeza de la necesidad de un final brusco y definitivo a la brutalidad del género humano; era el único acto verdaderamente racional del único ser del planeta dotado de “razón”.
Unos señores de barbas muy largas y pieles cuarteadas por el sol del desierto profesaban desde cuevas perdidas y envueltos en sabanas que les cubrían todo el cuerpo hasta la cabeza amenazas funestas en lenguas olvidadas. Los aviones se estrellaban contra los edificios con lujo de fuego y sangre en escenas dignas de una producción multimillonaria de Holliwood. Nacían bebes como si se tratara de una fábrica de producción en línea, fruto de la inconciencia y el espíritu de lujuria que la violencia despertaba en la gente, que se revolcaba libidinosamente como adictos padeciendo el síndrome de abstinencia. Para equilibrar la balanza, nos matábamos unos a otros con inusitada frecuencia y sin consideración. Además, teníamos unas buenas enfermedades jugando de nuestro bando. El cáncer era un gran aliado, día tras día cobraba cientos de víctimas, era una excelente arma de destrucción masiva. A nosotros todo aquello nos importaba muy poco y cada noticia macabra era una rutina igual que comer y cagar. Mientras unas pipetas de gas rompían contra una iglesia chocoana llena de negritos famélicos y priapistas que vivían del hambre y el olvido, escuchábamos sin atención a la vez que nos emborrachábamos sin remedio y caíamos en el saludable y autosuficiente vicio de la masturbación compulsiva. Nuestra generación, si es que tal nombre le merece a un montón de gente abúlica y viciosa, ya no se dejaba engañar con la absurda promesa del futuro. Por el contrario, colaboraba con fervor en la carrera autodestructiva que había emprendido la humanidad desde el principio mismo de los tiempos. El aprecio por ese orden caótico era propio de una sociedad egoísta y pseudo-autista que desconocía desde hacía tiempo el significado de palabras como “dolor”, “piedad” y compasión”. Todos eran borrachos y una buena cantidad consumía toda clase de drogas; algunos se aferraban a paliativos tipo placebo de la conciencia y el alma como el vegetarianismo y el ambientalismo; otros comíamos de todo y a toda hora y nos regodeábamos ante un buen plato de frijoles con garra. La gente vivía bajo el estímulo único de que la muerte fiel y justiciera habría de llegar para todos tarde o temprano. Las calles parecían hormigueros donde el frenetismo y la euforia electrizaban el aire y te ponían los pelos de punta. El homicidio, como decía W. S. Burroughs era una moda no sólo nacional, era una encomiable tendencia mundial fundada en la certeza de la necesidad de un final brusco y definitivo a la brutalidad del género humano; era el único acto verdaderamente racional del único ser del planeta dotado de “razón”.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home